Tres por uno
Esta mañana, sentada en el banco del parque que está junto a los columpios, he vuelto a llorar. Esto no puede seguir así. En las últimas dos semanas llevo llorando mínimo dos veces al día. Ni siquiera me ha retenido el que hubiera un señor sentado allí al lado en mi mismo banco. Me ha dado igual no conocerlo de nada, he arrancado a llorar así, de repente. No estoy bien, sé que no estoy bien. Parece que remonto, pero nada. Incluso creo que últimamente la cosa va a peor. Antes no lloraba como ahora. Mi psicólogo dice que llorar está bien, que hay que desahogarse y todo eso, pero creo que si sigo llorando así al final me ahogaré en mis propias lágrimas. Cada día me gusta menos este psicólogo.
El desconocido en seguida me ha ofrecido un kleenex. Fue tan rápido que parecía como si ya intuyera que me iba a echar a llorar. Ha estado muy amable y no me ha hecho preguntas. Se lo agradezco, pues entonces me habría sentido incómoda. Al ver su calva, sin embargo, rompí a llorar con más fuerza. Agaché la cabeza, dejé ir un mar de lágrimas, y cuando me incorporé había desaparecido. Tuvo el detalle de dejar en su lugar un paquete de kleenex por estrenar. Por un momento pensé que quizás se ganaba la vida vendiendo pañuelitos de papel…Al rato supe que no. En el suelo, detrás del banco, hallé una cartera e imaginé que debía ser suya. Por un momento me acordé de Praga y volví a pensar en Antonio y el susto que pasamos. Creímos que se la habían robado, cuando en realidad se le había caído en el taxi que nos llevaba al hotel. Menos mal que finalmente… Espera. Alto. Maldita sea, otra vez pensando en Antonio. Ya se ha ido y ya está. Se acabó. Punto.
Cogí la cartera y la abrí. Miré el DNI y allí estaba mi desconocido. Sin duda era él, pues el hombre de la foto, además de la calva, presentaba el mismo inmenso bigote que hasta ahora no he mencionado. Y no sé por qué, porque en realidad aún llamaba más la atención que lo otro. Leí su nombre: Josep Mª Ordóñez Carbonell. Vivía en Girona, como yo, aunque había nacido en Sevilla, y tenía cincuenta y tres años. Busqué su teléfono, pero antes aparecieron dos billetes de veinte euros y uno de diez, que no toqué, y dos tarjetas de crédito (una era de ésas que sólo dan a los clientes especiales). En un espacio interior encontré lo que buscaba. Fue entonces cuando decidí que le devolvería la cartera en persona y que todo aquello tenía que ser cosa del destino. Sin duda, el calvo del bigote (perdón por referirme así para hablar de quien tan amablemente se portó, prometo no hacerlo más) podría ser la ayuda que tanto estaba necesitando.
Al ver sus tarjetas profesionales sentí que la divina providencia me estaba indicando el camino… Eran tres, todas ellas del mismo color sepia y mismo tamaño. En la primera ponía: Pepe Ordóñez, y debajo, Psicoanalista. En la segunda decía: Josep Mª O. Carbonell, seguido de “Consejero espiritual”. Y en la última se presentaba como P.O.U. Carbonell, “Orientador Filosófico” (¿qué sería la “U”?). Tres nombres ligeramente distintos, para tres trabajos que, supuse, también debían referirse más o menos a lo mismo. Como hoy en día es tan importante esto del marketing y saberse vender bien, imaginé que según dónde tuviera que ir y con quién tuviera que hablar, preferiría presentarse de un modo o de otro.
A mí me pareció que si era las tres cosas, mejor que mejor, más sabio sería. En todas ellas, el teléfono y la dirección eran siempre idénticos, así que le envié un mensaje de móvil en el que le avisaba de que había encontrado su cartera y que iría por la tarde a llevársela. A los pocos segundos ya me estaba llamando para decirme que muchas gracias por guardarla y llamar, y que si ya estaba mejor y había tenido suficientes kleenex. También me dijo que podíamos quedar en cualquier sitio que a mí me fuera bien y que ya vendría él a recoger la cartera. Como vio que insistí en ir yo, quedamos a las cinco en su despacho. No le dije que pretendía que fuera mi terapeuta, porque eso lo acabaría de decidir una vez estuviera allí y hubiéramos charlado un poco.
Me fui a casa, comí sola y me eché un rato. Después me duché, me arreglé y miré la foto de Antonio antes de salir. Entonces aún me quería. Cogí la caja de las pastillas que me había recetado el psicólogo y la puse en el bolso. Volví a mirar el rostro de Antonio. ¿Cómo sería ahora? Traté de imaginarlo con un bigote como el del señor Ordóñez. En seguida rechacé la idea, nunca le gustaron los bigotes. ¿Y calvo? En la foto siempre lleva el pelo largo, pero no me costó imaginarlo. No hacía falta. Los dos últimos meses que lo vi iba totalmente rapado. Maldita sea, ¿cómo es posible que se hiciera skinhead? Yo le quería, pero se lo advertí: -si sigues con los skins, hemos acabado-. Y el muy imbécil me salió con una frasecita que tiene tela: “Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer”. Pero qué se cree. Mejor ni pensarlo. Y mejor ni saber la de estupideces que habrá hecho en estos diez meses que lleva con esos fanáticos racistas. Traté de dejar de pensar en él y me encaminé a ver al señor Ordoñez.
He llegado. Aquí es. Pico el interfono. Me abren sin preguntar. Entro. Alcanzo la puerta del despacho. Leo: “Josep Mª Ordóñez Carbonell. Psicoanalista, filósofo y consejero espiritual.” Por un momento recordé la tarjeta que cogí el otro día en un bar, donde ponía: “Profesor Bambú. Mago africano. Curo toda clase de problemas: dinero, amor, amistad, impotencia, trabajo,” y no sé qué más… Me pasó por la cabeza entregarle la cartera, decir que había preferido ir en persona porque me pillaba de paso y despedirme rápidamente, pero no lo hice. Estaba harta de estar mal, y quién sabe, a lo mejor Pepe me podría ayudar.
Llamo. Abre la puerta. Es él. Se muestra amable, me da las gracias cuando recupera su cartera y me invita a pasar. Me ofrece confianza y siento que podré hablar con él y explicarle mis cosas. Decido preguntarle si puede visitarme en algún momento como terapeuta. Me dice que hasta dentro de hora y media no tiene ninguna visita, así que si quiero podemos empezar. Paso a lo que es propiamente su despacho. La decoración es la justa, nada recargado. Me sorprendo al no ver una mesa tras la cual adoptar él una pose de autoridad, sino que me invita a sentarme en torno a una pequeña mesa circular. Le explico que ya he asistido un psicólogo, que me diagnosticó una depresión exógena. Dijo que mi problema era que no había sabido superar la ruptura sentimental de mi relación con Antonio. Por lo visto, yo era una persona incapaz de asumir los fracasos, y dado que él había preferido la opción de hacerse skinhead a la de estar conmigo, me había venido abajo. Le cuento a Pepe que llevo meses tomando las pastillas que me indicó y le enseño la caja, y le pregunto qué piensa él.
A partir de aquí él toma la iniciativa. Comienzo a sentirme progresivamente menos cómoda.
P: ¿Por qué quieres saber qué pienso?
Yo: ¿Cree que debo dejar de tomar las pastillas?
P: ¿Tú crees que debes dejarlas?
Y: No lo sé. Yo esperaba que usted me lo dijera. Es el experto, ¿no? ¿Va a ser mi terapeuta a partir de ahora, no?
P: ¿Te están ayudando?
Y: Yo sigo estando mal, eso está claro. Ya ha visto de qué manera me puedo poner a llorar. Y últimamente me pasa con demasiada frecuencia. Mi psicólogo dice que es bueno llorar y desahogarse, pero llorar tanto no sé yo si es tan bueno.
P: Si quieres llorar ahora, adelante, puedes hacerlo. Tengo más kleenex si te hacen falta.
Y: No, ahora no. Prefiero hablar.
P: A mí no me importa si lloras. Si necesitas llorar, no debes reprimirte.
Y: Que no, que no. Bueno. ¿Qué cree que me pasa? ¿Tengo una depresión, verdad?
P: ¿Tú que crees que te pasa?
Y: ¿Otra vez me pasa la pregunta a mí?
P: ¿Por qué das por sentado que te pasa algo? Ya sé que te he visto llorar muy desconsoladamente. Y que lloras a menudo. Y que hace diez meses te dejó tu novio. ¿Dónde está el problema?
Y: ¿Está de broma? ¿Hay una cámara oculta? ¿Le parece que eso no es nada?
P: Tranquila. Sólo quería ver cómo enfocabas tú la situación, para decidir si era más conveniente tratarte desde la orientación filosófica, psicoanalizarte o hacerte de consejero espiritual.
Y: Claro. Por eso tiene tres tarjetas. Y lo que pone en la puerta del despacho. ¿Qué caso le parece que soy? ¿Cuál me ayudará más?
P: Aún no lo tengo decidido. ¿Cuál preferirías?
Y: ¿Qué diferencia hay?
P: Si hacemos orientación filosófica, no te diré que padeces un trastorno psicológico ni enfermedad de ninguna clase y no te llamaré “paciente”. Charlaremos acerca de cuáles son tus creencias acerca de la vida, el amor, las relaciones interpersonales, tus anhelos, inquietudes, proyectos. Examinaremos si mantienes posiciones coherentes y te planteas metas alcanzables, y valoraremos entre los dos si tu filosofía de vida juega a tu favor o en tu contra.
Y: Vaya. ¿Quiere decir que es posible que mi propia manera de pensar y de ver la vida sea la que me causa el malestar que padezco?
P: Es una posibilidad.
Y: ¿Y si vamos por la vía del psicoanálisis?
P: Entonces no habrá problema en diagnosticarte ni llamarte “paciente”, aunque si no te gusta lo evitaremos. De entrada ya te podré llamar neurótica, porque desde esta perspectiva todo el mundo es neurótico. Pero veremos si eres más cosas. Indagaremos en tus recuerdos, traumas infantiles, complejo de Electra, envidia del pene, complejo de castración, lapsus de toda clase, etc. Ah, y sobre todo, interpretaremos cualquier palabra o gesto que hagas siempre relacionándolo con el sexo. Por ejemplo, si dices “hace calor”, yo automáticamente pensaré que en el fondo lo que estás queriendo decir es “me están entrando deseos de quitarme la ropa”, lo cual es señal inequívoca de que habita en ti una pulsión inconsciente de contenido erótico hacia mí.
Y: Impresionante. ¿Qué haremos si optamos por la consejería espiritual?
P: Esta es mi preferida, aunque no es la más aconsejable en todos los casos. Lo que haríamos sería analizar en qué nivel evolutivo de grado de conciencia te hallas tú.
Y: ¿Nivel evolutivo de grado de conciencia?
P: Sí, claro. Hay personas que se encuentran en un grado de conciencia elementalísimo, y otras más evolucionadas, con niveles de conciencia que conectan con la espiritualidad pura, una vez han logrado deshacerse de los falsos “yo”. Hablo de quienes han descubierto que yo no soy mis propiedades, yo no soy mi cuerpo, yo no soy ni siquiera lo que llamo “yo”. El “yo” es una ficción, y por ello, cuando uno se da cuenta de ello y escapa a esa trampa egocéntrica, penetra en la profunda verdad universal de que todo es ser. Como decía Parménides de Elea.
Y: No lo conozco.
P: Era un filósofo que alcanzo la sabiduría, que es el objetivo de toda vida humana.
Y: Mi objetivo es estar bien.
P: Para estarlo debes liberarte de las falsas cadenas. Si quieres te puedo ayudar a subírtela.
Y: ¿Qué me quiere subir? (Qué pensaría Freud de su inconsciente…)
P: Tu grado de conciencia. Aunque aún no estoy seguro de qué nivel tú podrías llegar a alcanzar.
Y: Una pregunta. ¿Todos los tratamientos tienen el mismo precio?
P: Sí. En eso no hay diferencia. Se me está ocurriendo que en tu caso quizás lo que más te convenga sea el psicoanálisis.
Y: ¿Sí? ¿Por qué? A mi de todo lo que ha dicho lo que me ha sonado más interesante ha sido lo primero…
P: Porque hasta ahora no había caído, cómo no me he dado cuenta antes... Lo tuyo es un caso claro de transferencia. Has venido a verme porque estás viendo la figura de tu novio skinhead en mi propia calvicie. Crees inconscientemente que soy él. Así que, al verte llorar hoy, tú crees que él te ha visto llorar, y al ofrecerte el pañuelo y conversar contigo ahora, en el fondo tu mente piensa que es con él que estás tratando. Dentro de poco querrás más de mí, pero yo no te lo podré ofrecer, porque me lo impide mi código deontológico. Podemos empezar por ahí.
Y: No, mejor no. Lo siento. No hará falta empezar por ningún sitio. Por cierto, si analiza sus palabras, me acaba de lanzar una proposición deshonesta, por todo el morro, y encima queriendo convencerme de que lo estoy deseando. No sé en qué nivel de conciencia estará usted, pero le diría que parece muy identificado con una parte muy concreta de su cuerpo. Le hubiera dicho que tiráramos por la vía filosófica, pero ya no me parece usted muy de fiar, qué quiere que le diga. Y lo de la transferencia… Eso ya me lo dijo también mi psicólogo, que no es calvo pero coincide que sí lleva bigote, mire por dónde…
P: No me estás interpretando correctamente. Es por tu enfermedad. Tú misma reconoces que no estás bien.
Y: Pues estoy empezando a sentirme mejor por momentos. Al final resultará que, sin proponérselo, sí que me habrá servido de ayuda. Por favor, ¿qué está haciendo? ¿Será posible? Ande, tome un kleenex y llore. Llore con ganas. Y otra vez, no use el recurso de hacer ver que pierde la cartera dejándola caer al lado de la chica que tiene a su lado. Reconozco que hacía tiempo que no intentaban ligar conmigo con un truco semejante. Pero me ha levantado el ánimo. Venga, hasta otra.
Y me fui para casa, más contenta de lo que lo había estado en muchos meses. De camino, lancé la caja de pastillas a la papelera. Sin saber exactamente por qué, supe en aquel momento que empezaba para mí una nueva vida.
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