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Filosofía para todos

John Stuart Mill, Utilitarismo.

John Stuart Mill, Utilitarismo.

El utilitarismo. (1863)

 

 

Textos seleccionados:

 

Capítulo 1. Observaciones generales.

 

“Desde los inicios de la Filosofía, la cuestión relativa al summum bonum o, lo que es lo mismo, la cuestión relativa a los fundamentos de la moral, ha sido considerada como el problema prioritario del pensamiento especulativo, ha ocupado las mentes más privilegiadas y las ha dividido en sectas y escuelas, provocando una guerra encarnizada entre unas y otras. Después de más de dos mil años continúan teniendo lugar las mismas discusiones.”

 

Sin embargo, “las doctrinas de una ciencia no dependen para su existencia de los que se denominan sus primeros principios. (…)

Las verdades que son aceptadas en último término como los primeros principios de una ciencia son, en realidad, los resultados finales del análisis metafísico practicado con relación a las nociones elementales de las que trata la ciencia, y su relación con la ciencia no es la que se da entre los cimientos y el edificio, sino entre las raíces y el árbol, que pueden realizar su tarea igualmente bien aunque nunca se excave en ellas y se expongan a la luz.

Pero aunque en la ciencia las verdades particulares preceden a la teoría general, ha de esperarse lo contrario en artes prácticas tales como la moral o la legislación. (…)

Un criterio de lo que es correcto e incorrecto debe constituir el medio, habría que pensar, de determinar lo que es correcto e incorrecto, y no ser la consecuencia de haberlo determinado de antemano.”

 

“Esta dificultad no se salva recurriendo a la conocida teoría que mantiene la existencia de una facultad natural, un sentido o instinto, que nos indica qué es lo correcto o incorrecto. Al margen de que la existencia de tal instinto moral es, precisamente, una de las cuestiones en litigio, aquellos que creen en él y que tienen alguna pretensión de filósofos se han visto obligados a abandonar la idea de que tal instinto discierne qué es correcto e incorrecto cuando hemos de aplicarla a los casos particulares con los que nos encontramos (…)

Nuestra facultad moral (…) nos proporciona únicamente los principios de nuestros juicios morales.”

 

“No puedo menos que referirme, a modo de ilustración de ellos: La metafísica de las costumbres de Kant. Este hombre insigne, cuyo sistema de pensamiento seguirá siendo durante mucho tiempo uno de los hitos de la historia de la especulación filosófica, de hecho, en el tratado en cuestión, establece un principio universal como origen y fundamento de la obligación moral. Dice así: “Obra de tal modo que la regla conforme a la que actúes pueda ser adoptada como ley por todos los seres racionales”. Pero cuando comienza a deducir a partir de este precepto cualquiera de los deberes relativos a la moralidad, fracasa, de modo casi grotesco, en la demostración de que se daría alguna contradicción, alguna imposibilidad lógica (y ya no digamos física) en la adopción por parte de todos los seres racionales de las reglas de conducta más decididamente inmorales. Todo lo que demuestra es que las consecuencias de su adopción universal serían tales que nadie elegiría que tuvieran lugar.”

 

[Se plantea aquí uno de los dilemas más interesantes de la ética normativa. A saber, si es posible una ética deontológica que haga abstracción de las consecuencias de los actos realizados. La respuesta de Mill es, como puede apreciarse, de que incluso la ética kantiana para cobrar algún sentido debe ser interpretada en sentido teleológico, como ética de fines y consecuencias.]

 

“Antes de intentar adentrarme en los fundamentos filosóficos que pueden ofrecerse para aceptar el principio utilitarista, ofreceré algunos ejemplos de la propia doctrina, con objeto de mostrar con mayor claridad en qué consiste, distinguiéndola de lo que no es, y eliminando aquellas objeciones prácticas que se le hacen, debidas a, o íntimamente relacionadas con, interpretaciones erróneas de su significado.”

 

 

Capítulo 2. Qué es el utilitarismo.

 

“El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de la mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas (right) en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas (wrong) en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer.”

 

“Los seres humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales, y una vez que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades. (…) Ya la vida epicúrea asignaba a los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la imaginación, un valor mucho más elevado en cuanto placeres que a los de la pura sensación.”

 

“Los utilitaristas, en general, han basado la superioridad de los placeres mentales sobre los corporales, principalmente en la mayor persistencia, seguridad, menor costo, etc. de los primeros, es decir, en sus ventajas circunstanciales más que en su naturaleza intrínseca. (…) Pero bien podrían haber adoptado la otra formulación, más elevada, por así decirlo, con total consistencia. Es del todo compatible con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer son más deseables y valiosos que otros. Sería absurdo que mientras que al examinar todas las demás cosas se tiene en cuenta la calidad además de la cantidad, la estimación de los placeres se supusiese que dependía tan sólo de la cantidad.”

 

[Este es, precisamente, el punto que marca una de las diferencias más tajantes entre Bentham y Mill, introduciendo este último la “calidad” de los placeres como correctivo de la doctrina que parecía tener sólo en cuenta su mera suma aritmética. Aspecto éste de la doctrina de Mill que ha hecho que sea considerado por algunos, como el caso del contemporáneo Smart, como un utilitarista “semi-idealista”.]

 

“De entre dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos los que han experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, independientemente de todo sentimiento de obligación moral para preferirlo, ese es el placer más deseable.”

 

“Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes están igualmente familiarizados con ambas cosas y están igualmente capacitados para apreciarlas y gozarlas, muestran realmente una preferencia máximamente destacada por el modo de existencia que emplea capacidades humanas más elevadas. Pocas criaturas humanas consentirían en transformarse en alguno de los animales inferiores ante la promesa del más completo disfrute de los placeres de una bestia. Ningún ser humano inteligente admitiría convertirse en un necio, ninguna persona culta querría ser un ignorante, ninguna persona con sentimientos y conciencia querría ser egoísta y depravada, aun cuando se le persuadiera de que el necio, el ignorante o el sinvergüenza pudieran estar más satisfechas con su suerte que ellos con la suya.”

 

[En su ensayo sobre Bentham de 1838, pone Mill en evidencia la necesidad de tomar en consideración la búsqueda de la propia excelencia por parte del ser humano, como pieza clave para la consecución de la felicidad personal, aspecto que Bentham había pasado por alto.]

 

“Si alguna vez imaginan que lo harían es en casos de desgracia tan extrema que por escapar de ella cambiaría su suerte por cualquier otra, por muy despreciable que resultase a sus propios ojos. Un ser con facultades superiores necesita más para sentirse feliz, probablemente está sujeto a sufrimientos más agudos, y ciertamente los experimenta en mayor número de ocasiones que un tipo inferior. Sin embargo, a pesar de estos riesgos, nunca puede desear de corazón hundirse en lo que él considera que es un grado más bajo de existencia.”

 

“Es indiscutible que el ser cuyas capacidades de goce son pequeñas tiene más oportunidades de satisfacerlas plenamente; por el contrario, un ser muy bien dotado siempre considerará que cualquier felicidad que pueda alcanzar, tal como el mundo está constituido, es imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son en algún sentido soportables. (…) Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras.”

 

“Los hombres pierden sus aspiraciones elevadas al igual que pierden sus gustos intelectuales, por no tener tiempo ni oportunidad de dedicarse a ellos. Se aficionan a placeres inferiores no porque los prefieran deliberadamente, sino porque o ya bien son los únicos a los que tienen acceso, o bien los únicos para los que les queda capacidad de goce.”

 

“Considero inapelable este veredicto emitido por los únicos jueces competentes. En relación con la cuestión de cuál de dos placeres es el más valioso, o cuál de dos modos de existencia es el más gratificante para nuestros sentimientos, al margen de sus cualidades morales o sus consecuencias, el juicio de los que están cualificados por el conocimiento de ambos o, en caso de que difieran, el de la mayoría de ellos, debe ser admitido como definitivo. Es preciso que no haya dudas en aceptar este juicio respecto a la calidad de los placeres, ya que no contamos con otro tribunal, ni siquiera en relación con la cuestión de la cantidad. ¿Qué medio hay para determinar cuál es el más agudo de dos dolores, o la más intensa de dos sensaciones placenteras, excepto el sufragio universal de aquellos que están familiarizados con ambos?

 

“Cabe recordar que el criterio utilitarista no consiste en que uno debe hacer aquellas cosas que concedan la mayor felicidad del propio agente, sino aquellas que aporten la mayor cantidad total de felicidad. [Se trata, pues, de un hedonismo universalista, en contraposición a un hedonismo egoísta. La crítica habitual es que parece admisible que los hombres preferimos ser felices a ser desgraciados, pero no es tan claro que prefiramos la “felicidad general” a la particular. Pero a esto responde Mill apelando a la necesidad de una educación que apunte en esta dirección.]

Si puede haber alguna posible duda acerca de que una persona noble pueda ser más feliz a causa de su nobleza, lo que sí no puede dudarse es de que hace más felices a los demás y que el mundo en general gana inmensamente con ello. El utilitarismo, por consiguiente, sólo podría alcanzar sus objetivos mediante el cultivo general de la nobleza de las personas.”

 

“Tampoco existe una necesidad intrínseca de que ningún ser humano haya de ser un ególatra ocupado sólo de sí mismo, carente de toda suerte de sentimientos o preocupaciones más que las que se refieren a su propia miserable individualidad. Algo muy superior a esto es lo suficientemente común incluso ahora, para proporcionar amplias expectativas respecto a lo que puede conseguirse de la especie humana. (…) En un mundo en el que hay tanto por lo que interesarse, tanto de lo que disfrutar y también tanto que enmendar y mejorar, todo aquel que posea esta moderada proporción de requisitos morales e intelectuales puede disfrutar de una existencia que puede calificarse de envidiable. A menos que a tales personas se les niegue, mediante leyes nocivas, o a causa del sometimiento a la voluntad de otros, la libertad para utilizar las fuentes de la felicidad a su alcance, no dejarán de encontrar esta existencia envidiable, si evitan los males positivos de la vida, las grandes fuentes de sufrimiento físico y psíquico – tales como la indigencia, la enfermedad, la carencia de afectos, la falta de dignidad o la pérdida prematura de objetos de estimación.

El verdadero meollo de la cuestión radica, por tanto, en la lucha contra estas calamidades de las que es infrecuente tener la buena fortuna de eludir. (…) Nadie cuya opinión merezca la más momentánea consideración puede dudar de que la mayoría de los grandes males positivos de la vida son en sí mismos superables y que, si la suerte de los humanos continúa mejorando, serán reducidos, en último término, dentro de estrechos límites. La pobreza, que implique en cualquier sentido sufrimiento, puede ser eliminada por completo mediante las buenas artes de la sociedad, en combinación con el buen sentido y la buena previsión por parte de los individuos. Incluso el más tenaz enemigo de todos, la enfermedad, puede ser en gran medida reducido en sus dimensiones mediante una buena educación física y moral y el control adecuado de las influencias nocivas, al tiempo que el progreso de la ciencia significa la promesa para el futuro de conquistas todavía más directas sobre este detestable adversario.”

 

“En suma, todas las fuentes del sufrimiento humano son, en gran medida, muchas de ellas eliminables mediante el empeño y el esfuerzo humanos, y aunque su supresión es tremendamente lenta – aunque perecerán en la empresa gran número de generaciones antes de llevarse a cabo la conquista y este mundo llegue a ser todo aquello en que sería fácil en que se convirtiese, de no faltar voluntad y conocimiento -, con todo, toda mente suficientemente inteligente y generosa para participar, aunque sea en pequeña e insignificante medida, en la tarea, derivará un noble goce de la propia contienda, al que no consentirá en renunciar mediante ningún chantaje en forma de indulgencia egoísta.”

 

“Indica nobleza el ser capaz de renunciar por completo a la parte de felicidad que a uno le corresponde, o las posibilidades de la misma, pero, después de todo, esta auto-inmolación debe tener algún fin. Ella misma no constituye su propio fin. Y si se nos dice que su fin no es la felicidad sino la virtud, lo cual es preferible a la felicidad, yo pregunto: ¿Se llevaría a cabo el sacrificio si el héroe o el mártir no creyesen que ello garantizará el que los demás no tengan que llevar a cabo sacrificios parecidos? (…)

Aunque sólo en un estado muy imperfecto de la organización social uno puede servir mejor a la felicidad de los demás mediante el sacrificio total de la suya propia, en tanto en cuanto la sociedad continúe en este imperfecto estado, admito por completo que la disposición a realizar tal sacrificio es la mayor virtud que puede encontrarse en un hombre.”

 

“La moral utilitarista reconoce en los seres humanos la capacidad de sacrificar su propio mayor bien por el bien de los demás. Sólo se niega a admitir que el sacrificio sea en sí mismo un bien. Un sacrificio que no incremente o tienda a incrementar la suma total de la felicidad se considera como inútil.”

 

“Entre la felicidad personal del agente y la de los demás, el utilitarista obliga a aquél a ser tan estrictamente imparcial como un espectador desinteresado y benevolente. [Este componente de imparcialidad implícito en el Utilitarismo de Mill ha supuesto que algunos, como Hare, mantengan que la presunta irreconciliabilidad entre las doctrinas de Kant y de Mill es sólo aparente.]

En la regla de oro de Jesús de Nazaret encontramos todo el espíritu de la ética de la utilidad: “Comportarte con los demás como quieras que los demás se comporten contigo” y “Amar al prójimo como a ti mismo” constituyen la perfección ideal de la moral utilitarista. Como medio para alcanzar más aproximadamente este ideal, la utilidad recomendará, en primer término, que las leyes y organizaciones sociales armonicen en lo posible la felicidad o (como en términos prácticos podría denominarse) los intereses de cada individuo con los intereses del conjunto. En segundo lugar, que la educación y la opinión pública, que tienen un poder tan grande en la formación humana, utilicen de tal modo ese poder que establezcan en la mente de todo individuo una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien del conjunto (…) de tal modo que no sólo no pueda concebir la felicidad propia en la conducta que se oponga al bien general, sino también de forma que en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de los motivos habituales de la acción y que los sentimientos que se conecten con este impulso ocupen un lugar importante y destacado en la experiencia sintiente de todo ser humano.”

[Spencer pretendía que la propia evolución biológica llevaría a cabo esta tarea que Mill confiaba al proceso de socialización.]

 

“La gran mayoría de las acciones están pensadas no para beneficio del mundo sino de los individuos a partir de los cuales se constituye el bien del mundo, y no es preciso que el pensamiento del hombre más virtuoso cabalgue, en tales ocasiones, más allá de las personas afectadas, excepto en la medida en que sea necesario asegurarle de que al beneficiarles no está violando los derechos, es decir, las expectativas legítimas y autorizadas de nadie más. La multiplicación de la felicidad es, conforme a la ética utilitarista, el objeto de la virtud: las ocasiones en las que persona alguna (excepto una entre mil) tiene en sus manos el hacer esto a gran escala – en otras palabras, ser un benefactor público – no son sino excepcionales; y sólo en tales ocasiones se le pide que tome en consideración la utilidad pública. En todos los demás casos, todo lo que tiene que tener en cuenta es la utilidad privada, el interés o la felicidad de unas cuantas personas. Sólo aquellos cuyas acciones influyen hasta abarcar la sociedad en general tienen necesidad habitual de ocuparse de un objeto tan amplio.”

 

“Los utilitaristas son perfectamente conscientes de que existen otras posesiones y cualidades deseables aparte de la virtud, y están completamente dispuestos a concederles todo su valor. También son conscientes de que una acción correcta no indica generalmente una persona virtuosa, y de que acciones que son condenables proceden con frecuencia de cualidades que merecen elogio. (…) No obstante, consideran que, a la larga, la mejor prueba de que se posee un buen carácter es realizar buenas acciones, y que se niegan por completo a considerar buena ninguna disposición mental cuya tendencia predominante sea la de producir una mala conducta.”

 

“No es infrecuente que escuchemos cómo se cataloga a la doctrina de la utilidad como una doctrina atea. (…) Si es verdad la creencia  de que Dios desea, por encima de todo, la felicidad de sus criaturas, y que éste fue su propósito cuando las creó, el utilitarismo no sólo no es una doctrina atea sino que es más profundamente religiosa que otra alguna. (…) Otros, además de los utilitaristas, han sido de la opinión de que la Revelación Cristiana tenía como fin, y para ello estaba capacitada, dotar a los corazones y las mentes de los humanos de un espíritu que les permitiese encontrar por sí mismos lo que es correcto y les inclinase a obrar conforme a ello cuando lo encontrasen, más que indicárselo, a no ser en un sentido muy general, a lo que se añade la necesidad reconocida de una doctrina ética, meticulosamente desarrollada, que nos interprete la voluntad de Dios. Es superfluo discutir aquí si esta opinión es o no es correcta, ya que cualquier tipo de ayuda que la religión Natural o revelada pueda prestar a la investigación ética puede beneficiar tanto al moralista utilitarista como a cualquier otro. Puede hacer uso de ella el utilitarista como aval divino de la utilidad o daño de cualquier tipo determinado de actuación, con el mismo derecho que otros pueden utilizarla para indicar que existe una ley trascendental que no guarda conexión con la utilidad o la felicidad.”

 

“Si el principio de utilidad sirve para algo, debe servir para comparar estas utilidades en conflicto y señalar el ámbito dentro del cual cada una de ellas predomina.”

[Se ha discutido largamente si el Utilitarismo de Mill era susceptible de ser clasificado como un “utilitarismo de la regla” o un “utilitarismo del acto”, es decir, una doctrina que juzga de la corrección de los actos en virtud del tipo de reglas en que pueden encuadrarse, siendo un acto correcto si la regla dentro de la que se encuadra es generalmente útil, o una doctrina que juzga directamente la corrección de cada acto en virtud de la utilidad directa que del mismo se deriva. Mill trataba de ser ponderado y combinar equilibradamente ambos tipos de utilitarismo.]

 

“No es difícil demostrar que cualquier criterio ético funciona mal si suponemos que va acompañado de la estupidez universal. Pero de acuerdo con cualquier hipótesis en la que no se incluya esto último, la humanidad debe haber adquirido ya creencias positivas en relación a los efectos de algunas nociones sobre su felicidad. Creencias que así generadas son las reglas de moralidad para la multitud y también para el filósofo hasta que consiga mejores hallazgos. El que los filósofos puedan lograr esto fácilmente, incluso ahora, con relación a muchos temas, el que el código tradicional de la ética no es en modo alguno de derecho divino y que la humanidad tiene todavía mucho que aprender con relación a los efectos de las acciones sobre la felicidad general, es algo que admito, o mejor aún, que mantengo sin reservas.”

 

“Se nos dice que el utilitarista será capaz de hacer de su propio caso una excepción a la regla moral y que, cuando sucumba a la tentación, verá mayor utilidad en la violación de la norma que en su observancia. Pero, ¿es el utilitarismo el único credo que nos permite presentar excusas para obrar mal y engañar a nuestra propia conciencia? Estas excusas son suministradas abundantemente por todas las doctrinas que reconocen como un hecho dentro de la moral el que existan consideraciones en conflicto, cosa que reconocen todas las doctrinas que han sido aceptadas por personas cabales. No es culpa de ningún credo, sino de la complicada naturaleza de los asuntos humanos, el que las reglas de la conducta no puedan ser elaboradas de modo que no admitan excepciones y que, difícilmente, ningún tipo de acción pueda establecerse con seguridad como siempre obligatoria o siempre condenable. No existe ningún credo moral que no atempere la rigidez de sus leyes concediendo un cierto margen, bajo la responsabilidad del agente, para el acomodo de aquéllas a las peculiaridades de las circunstancias. Y en todos los credos, una vez hecha esta concesión, se introducen el auto-engaño y una casuística desaprensiva.”

 

 

Capítulo 3. De la sanción última del principio de utilidad.

 

Se formula a menudo la cuestión, con toda propiedad, respecto a cualquier supuesto criterio moral: ¿Cuál es su sanción? ¿Cuáles son los motivos de obediencia? O, de modo más específico: ¿Cuál es la fuente de la que deriva su obligatoriedad? ¿De dónde procede su fuerza vinculante? Es una tarea necesaria de la filosofía moral la de proporcionar respuesta a esta cuestión que, aun cuando con frecuencia se presupone que es una objeción a la moralidad utilitarista – como si tuviera una mayor aplicación a esta doctrina que a las demás -, se origina, en realidad, con relación a todos los criterios.”

 

“Siento que estoy obligado a no robar, no matar, no traicionar, no mentir, pero ¿por qué estoy obligado a promover la felicidad general? Si mi propia felicidad radica en algo distinto, ¿por qué no he de darle preferencia?

Si la posición adoptada por la filosofía utilitarista con relación a la naturaleza del sentido moral es correcta, nos encontraremos siempre con esta dificultad hasta que las influencias que constituyen el carácter moral no hayan tomado tan en cuenta el principio como han tomado en cuenta sus consecuencias – hasta que, mediante mejoras en la educación, el sentimiento de unidad con nuestros semejantes esté tan profundamente enraizado (como no podrá negarse que Cristo quería que fuese) en nuestro carácter y sea para nuestra conciencia una parte de nuestra naturaleza, de modo semejante a como el horror al crimen está arraigado en cualquier joven bien criado.”

 

“El principio de utilidad, o bien cuenta con todas las sanciones con las que cuenta cualquier otro sistema moral, o por lo menos no hay razón alguna para que no pudiera contar con ellas. Dichas sanciones son ya bien externas o internas. De las sanciones externas no es necesario hablar demasiado. Se trata de la esperanza de conseguir el favor y el temor al rechazo de nuestros semejantes o el Regidor del Universo, junto con los sentimientos afectivos o de empatía que podamos sentir hacia ellos, o el amor o el temor que Él nos inspire, inclinándonos a cumplir su voluntad independientemente de las consecuencias consideradas desde un punto de vista egoísta. Evidentemente no hay razón por la que estos tres motivos en su conjunto no puedan vincularse con la moralidad utilitarista con la misma intensidad y fuerza como cualquier otra. (…)

En cuanto a la sanción interna del deber, cualquiera que sea nuestro criterio del deber, es siempre la misma: un sentimiento en nuestro propio espíritu, un dolor más o menos intenso que acompaña a la violación del deber, que en las naturalezas morales adecuadamente cultivadas lleva, en los casos más graves, a que sea imposible eludir el deber.”

 

“Existen sentimientos, como hecho de la naturaleza humana, cuya realidad, así como el gran poder que son capaces de ejercer en aquellos que han sido debidamente educados, es algo probado por la experiencia. Jamás se ha demostrado que no puedan ser cultivados por los utilitaristas tan intensamente como por cualquier otra regla moral. [Mill se anticipa a teorías desarrollamentistas como la de Kohlberg: los individuos que se mueven únicamente por las sanciones externas se encuadrarían en el nivel convencional, que implica un desarrollo moral incompleto y deficitario, que ha de ser superado para alcanzar el nivel posconvencional.]

Soy consciente de que existe una tendencia a pensar que una persona que considera la obligación moral como algo trascendente, como una realidad objetiva perteneciente al ámbito de las “cosas en sí”, está más predispuesta a cumplir conforme a ella más prontamente que el que considera que es algo completamente subjetivo, que tiene su asiento en la conciencia humana únicamente. Sin embargo, al margen de cuál sea la opinión de una persona sobre esa cuestión ontológica, lo que realmente le urge a obrar es su propio sentimiento subjetivo que es medido debidamente por la fuerza que presenta.

No hay otra creencia más fuerte en la realidad objetiva del deber que la de quienes consideran que dicha realidad es Dios. Con todo, la creencia en Dios, aparte de los esperados premios y castigos reales, opera únicamente en la conducta a través de, y en proporción a, el sentimiento religioso subjetivo.”

 

“De haber algo innato de este tipo, no veo la razón por la que el sentimiento innato no pudiera ser el de la consideración de los placeres y dolores de los demás. Si existe algún principio moral que sea intuitivamente obligatorio, yo diría que éste debe serlo. De ser así, la ética intuicionista coincidiría con la utilitarista y ya no habría lugar a más disputas entre ambas. (…)

Por otra parte, si, como yo creo, los sentimientos morales no son innatos sino adquiridos, no son por ello menos naturales. Es natural que un hombre hable, razone, construya ciudades, cultive la tierra, etc., aunque ello implique facultades adquiridas. (…) La facultad moral, si bien no es parte de nuestra naturaleza, es un producto natural de ella. Puede desarrollarse, como las anteriormente citadas capacidades, en un determinado grado, espontáneamente, siendo susceptible de alcanzar, mediante su cultivo, un elevado grado de desarrollo. Desafortunadamente, también es susceptible, mediante un uso suficiente de sanciones externas y la fuerza de las impresiones primeras, de ser cultivado casi en cualquier sentido, de modo que no hay nada, por absurdo y maligno que sea, que no pueda hacer que actúe, mediante dichas influencias, sobre el espíritu humano con toda la autoridad de la conciencia.”

 

“Sin embargo, las asociaciones morales que son totalmente una creación artificial, conforme avanza el cultivo del intelecto, se rinden poco a poco a la fuerza disolvente del análisis, de suerte que si el sentimiento del deber cuando se asocia con la utilidad se presentase como igualmente arbitrario, si no existiese una parte importante de nuestra naturaleza, o alguna clase de sentimientos poderosos con los que pudiese armonizarse tal asociación, y que nos hiciese sentirla como algo propio, inclinándonos no sólo a desarrollarla en los demás (para lo cual contamos con bastantes motivos interesados), sino incluso a apreciarla en nosotros mismos, si no existiese, en suma, una base sentimental natural para la moralidad utilitarista, bien pudiera ocurrir que también esta asociación, incluso después de haber sido implantada mediante la educación, pudiera desvanecerse mediante el análisis.

Sin embargo, esta base de sentimientos naturales potentes existe, y es ella la que, una vez que el principio de la felicidad general sea reconocido como criterio ético, constituirá la fuerza de la moralidad utilitarista. Esta base firme la constituyen los sentimientos sociales de la humanidad – el deseo de estar unidos con nuestros semejantes, que ya es un poderoso principio de la naturaleza humana y, afortunadamente, uno de los que tienden a robustecerse incluso sin que sea expresamente inculcado dada la influencia del progreso de la civilización. El estado social es a la vez tan natural, tan necesario y tan habitual para el hombre que, con excepción de algunas circunstancias poco comunes, o a causa del esfuerzo de una abstracción voluntaria, puede el ser humano concebirse a sí mismo más que como miembro de un colectivo. Sentimiento de asociación que se refuerza más y más, conforme la humanidad abandona el estado de independencia salvaje.”

 

“En un estado de progreso del espíritu humano se da un constante incremento de las influencias que tienden a generar en todo individuo un sentimiento de unidad con todo el resto, sentimiento que, cuando sea perfecto, hará que nunca se piense en, ni se desee, ninguna condición que beneficie a un individuo particularmente, si en ella no están incluidos los beneficios de los demás.

Si suponemos ahora que este sentimiento de unidad ha de ser enseñado como de una religión se tratase, y que toda la fuerza de la educación, las instituciones y la opinión pública ha de ser dirigida, como se hizo en su tiempo con la religión, a lograr que cada persona crezca desde su infancia rodeada por todas partes de la profesión y práctica del mismo, no creo que nadie que pueda imaginarse eso tendrá reparo alguno respecto a la suficiencia de la sanción última de la moralidad de la Felicidad.”

 

“Tampoco es necesario que el sentimiento que constituye la fuerza vinculante de la moralidad utilitarista en aquellos que la reconocen aguarde la colaboración de aquellas influencias sociales que harán que la humanidad en su conjunto la experimente como obligatoria. En el estadio relativamente primitivo del desarrollo humano en que ahora nos encontramos, una persona no puede, desde luego, sentir aquella profunda simpatía hacia todos los demás que haría imposible cualquier discordia real en la dirección general de su conducta en la vida.”

 

“Si las diferencias de opinión y de cultura intelectual hacen que le sea imposible compartir los sentimientos reales de los demás tal vez incluso le hagan condenar y rechazar tales sentimientos – sin embargo, tiene que ser consciente de que su objetivo real y el de los demás no son excluyentes -. Es decir, tiene que comprender que no se opone a lo que los demás realmente desean con vistas, pongamos por caso, a su propio bien, sino que, por el contrario, está contribuyendo a su consecución. En la mayoría de los individuos este sentimiento es mucho menos profundo que los sentimientos de tipo egoísta, y a menudo se carece de él por completo. Mas, quienes lo experimentan, son poseedores de algo que presenta todas las características de un sentimiento natural. No lo consideran como una superstición, fruto de la educación, o una ley impuesta despóticamente por la fuerza de la sociedad, sino como un atributo del que no deberían prescindir. Esta convicción es la sanción última de la moralidad de la mayor felicidad.”

 

 

Capítulo 4. De qué tipo de prueba es susceptible el principio de utilidad.

 

“Las cuestiones relativas a los fines son, en otras palabras, cuestiones relativas a qué cosas son deseables. La doctrina utilitarista mantiene que la felicidad es deseable, y además la única cosa deseable, como fin, siendo todas las demás cosas sólo deseables en cuanto medios para tal fin. ¿Qué necesita esta doctrina – qué requisitos precisa cumplir la misma – para hacer que logre su pretensión de ser aceptada?

La única prueba que puede proporcionarse de que un objeto es visible es el hecho de que la gente realmente lo vea. La única prueba de que un sonido es audible es que la gente lo oiga. Y, de modo semejante, respecto a todas las demás fuentes de nuestra experiencia. De igual modo, entiendo que el único testimonio que es posible presentar de que algo es deseable es que la gente, en efecto, lo desee realmente. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone a sí misma no fuese, en teoría y en la práctica, reconocido como fin, nada podría convencer a persona alguna de que era tal cosa. No puede ofrecerse razón alguna de por qué la felicidad general es deseable excepto que cada persona, en la medida en que considera que es alcanzable, desea su propia felicidad. Siendo esto, sin embargo, un hecho, contamos no sólo con las pruebas suficientes para el caso, sino con todas las que pudiera requerir la justificación de que la felicidad es un bien: que la felicidad de cada persona es un bien para esa persona, y la felicidad general, por consiguiente, un bien para el conjunto de todas las personas, de tal modo que la felicidad exhibe su título como uno de los fines de la conducta y, consecuentemente, como uno de los criterios de moralidad.”

 

[Hay quien critica a Mill por manifestar una confusión entre “deseado” y “deseable”. También algunos acusan a Mill de incurrir en la “falacia de la composición”. Es decir, no parece plausible derivar del hecho de que la felicidad de A sea un bien para A, la felicidad de B un bien para B, y la felicidad de C un bien para C, que la felicidad de A+B+C sea un bien para el conjunto A+B+C.]

 

“Ahora bien, resulta palmario que las personas sí desean cosas que, en un lenguaje ordinario, se distinguen claramente de la felicidad. Por ejemplo, desean la virtud y la ausencia de vicio con no menor fuerza, realmente, que desean el placer y la ausencia del dolor. El deseo de la virtud no es tan universal, pero es un hecho tan real como el deseo de la felicidad. (…)

Sin embargo, ¿niega la doctrina utilitarista que la gente desee la virtud, o mantiene que la virtud no es algo que haya de ser deseado? Todo lo contrario. Mantiene no solamente que la virtud ha de ser deseada, sino que ha de ser deseada desinteresadamente, por sí misma. Sea cual sea la opinión de los moralistas utilitaristas con relación a las condiciones originales que hacen que la virtud devenga virtud, y por más que puedan considerar (como, de hecho, ocurre) que las acciones y disposiciones son solamente virtuosas debido a que promocionan algún otro fin que la virtud, con todo, admitido esto, y habiéndose decidido – teniendo en cuenta estas consideraciones – lo que es virtuoso, no sólo colocan la virtud a la cabeza misma de las cosas que son buenas como medios para el fin último, sino que también reconocen como hecho psicológico la posibilidad de que constituya, para el individuo, un bien en sí mismo, sin buscar ningún fin más allá de él.

Mantienen además los utilitaristas que el estado de ánimo no es el correcto, ni se adecúa al principio de la Utilidad, ni es un estado que conduzca mejor a la felicidad general, a menos que se dé el amor a la virtud en este sentido – como algo deseable en sí mismo -. (…) Esto no significa, en el mínimo grado, un abandono del principio de la Felicidad. Los ingredientes de la felicidad son muy varios y cada uno de ellos es deseable por sí mismo, y no simplemente cuando se le considera como parte de un agregado. El principio de la Utilidad no significa que cualquier placer determinado, como por ejemplo la música, o cualquier liberación del dolor, como por ejemplo la salud, hayan de ser considerados como medios para un algo colectivo denominado Felicidad y hayan de ser deseados por tal motivo. Son deseados y deseables en y por sí mismos. Además de ser medios, son parte del fin.”

 

[Es este un aspecto de la argumentación de Mill generalmente pasado por alto, o mal interpretado. La felicidad, de acuerdo con Mill, no podría considerarse como una “entidad” determinada, sino que podría interpretarse, más bien, como una abreviatura para referirse a una serie de bienes y condiciones que posibilitan la satisfacción profunda y duradera del ser humano.]

 

“La virtud, conforme a la doctrina utilitarista, no es natural y originariamente parte del fin, pero es susceptible de llegar a serlo. En aquellos que la aman desinteresadamente ya lo es, deseándola y apreciándola no como medio para la felicidad, sino como pare de su felicidad.”

 

[No suele tomarse en cuenta, debidamente, esta concepción “moral” de la felicidad por parte de Mill, que considera al individuo como agente moral, con sentimientos desarrollados al respecto. Es éste uno de los puntos que más le distancian de Bentham, como Mill destacó en su obra de 1838 titulada precisamente Bentham, y en la que dice: “El hombre nunca es reconocido por Bentham como un ser capaz de perseguir la perfección espiritual como un fin; de desear por sí misma la conformidad de su propio carácter con su criterio de excelencia.”

“La felicidad no es una idea abstracta, sino un todo concreto y éstas son algunas de sus partes. El criterio utilitarista sanciona y aprueba que así sea.”

 

“La virtud, de acuerdo con la concepción utilitarista, es un bien de este tipo. No existe un deseo originario de ella, o motivo para ella, salvo su producción de placer y, especialmente, su protección del dolor. Pero mediante la asociación que se forma puede ser considerada como buena en sí misma y deseada en este sentido con tanta intensidad como cualquier otro bien. Con una diferencia: la de que mientras que el amor al dinero, al poder, la fama, etc. pueden convertir al individuo, y a menudo así sucede, en un ser nocivo para los demás miembros de la sociedad a la que pertenece, no hay nada que le haga más beneficioso para los demás que el cultivo y el amor desinteresado de la virtud. Consecuentemente, el criterio utilitarista mientras que tolera y aprueba todos aquellos otros deseos adquiridos, en tanto en cuanto no sean más perjudiciales para la felicidad general que aliados de ella, recomienda y requiere el cultivo del amor a la virtud en la mayor medida posible, por ser, por encima de todas las demás cosas, importante para la felicidad.

Resulta de las consideraciones precedentes, que no existe en la realidad nada que sea deseado excepto la felicidad. Todo lo que es deseado de otro modo que no sea medio para algún fin más allá de sí mismo, y en última instancia para la felicidad, es deseado en sí mismo como siendo él mismo una parte de la felicidad, y no es deseado por sí mismo hasta que llega a convertirse en ello. Quienes desean la virtud por sí misma la desean ya bien porque la conciencia de ella les proporciona placer, o porque la conciencia de carecer de ella les resulta dolorosa, o por ambas razones conjuntamente. Como, en realidad, raras veces el placer y el dolor se presentan por separado, sino que casi siempre aparecen juntos, la misma persona experimenta placer en la medida en que ha alcanzado la virtud, y el dolor por no haber alcanzado más. Si una de estas cosas no le proporcionase placer y la otra dolor, no amaría ni desearía la virtud, o la desearía sólo por los demás beneficios que podría producirle a ella o a las personas de su estima.”

 

“Dejemos de pensar en la persona que se ha formado una voluntad determinada de obrar correctamente, y tomemos en consideración aquella en la que la voluntad virtuosa es todavía endeble, sujeta a tentaciones, y en la que no podemos confiar por completo. ¿Con qué medios puede ser fortalecida? ¿Cómo puede implantarse o despertarse la voluntad de ser virtuoso allí donde no cuenta con fuerza suficiente? Sólo consiguiendo que la persona en cuestión desee la virtud, haciendo que la contemple como algo placentero, o que vea su carencia como algo doloroso.”

 

“La voluntad es hija del deseo, y abandona el dominio de su progenitor sólo para pasar a depender del hábito. Aquello que resulta del hábito no abona el presupuesto de que sea intrínsecamente bueno. (…) Tanto con relación a los sentimientos como a la conducta, el hábito es lo único que proporciona seguridad. (…) La voluntad de obrar correctamente debe ser cultivada de acuerdo con esta independencia habitual. En otras palabras, este estado de la voluntad es un medio para el bien, no un bien intrínseco.”

 

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