Acerca de la satisfacción de perdonar
(Perdonar: remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa que toque al que redime. Exceptuar a uno de lo que comúnmente se hace con todos, y de la obligación que tendría por la ley general.)
En la famosa película de Spielberg La lista de Schindler, una de las escenas más impresionantes es aquella en la que vemos al kapo del campo de concentración haciendo de francotirador desde su despacho, eligiendo caprichosamente la cabeza del preso sobre la cual disparar. Representa de forma clamorosa la banalidad del mal de la que tanto hablaría Hannah Arendt.
Hay un momento en el film en el que, tratando de salvar vidas inocentes, Schindler habla con el kapo para hacerle ver que, si bien hay grandeza en el hecho de poder disponer de la vida de alguien (inferior) hasta el punto de acabar con ella cuando a uno se le antoje (derecho que, según el modelo cristiano, sólo corresponde a la divinidad), todavía hay mayor excelencia en el gesto del perdón, pues aquel que puede perdonar arbitrariamente a otro la vida emula a los mismos césares, cuando con un movimiento de su dedo decantaban el destino de los gladiadores ya vencidos. Y es que aquellos césares eran más grandes incluso que el dios cristiano, pues éste debe ser justo en todo momento, mientras que los césares no tenían por qué someterse a ningún deber salvo el que ellos mismos quisieran imponerse según su capricho.
La estrategia de Schindler, al principio, funcionará. Vemos en la película cómo el kapo, tras señalar con su rifle de mira telescópica la cabeza de uno de los reclusos y acariciar el gatillo, decide finalmente reprimir el disparo al tiempo que grita entusiasmado: “Te perdono. (ja, ja, ja). Te perdono.” Luego apunta a otro, y repite la misma acción, y poco después a otro. “Te perdono. Qué divertido. Te perdono.” Durante ese día algunos reclusos logran escapar de la muerte. No obstante, en su butaca el espectador que contempla la película tiende a generar una predicción en forma de sospecha: “me parece que el truco de Schindler no durará mucho…”
Efectivamente, así será. El placer que le dispensa al kapo esta nueva forma de actuar se revelará extremadamente efímero. No tardará en cansarse del presunto “subidón” que se derivaría del permitir a alguien seguir con vida, y pronto pasará a reanudar sus impactos fatídicos. ¿Por qué sucede lo que cabía esperar? ¿Por qué no podía mantenerse el goce en el perdón? ¿Por qué el espectador acabará teniendo razón? Quisiera llamar la atención sobre cómo funciona nuestra manera de pensar al respecto, pues creo que lo que aquí se está jugando es algo importante.
Alguien podría creer que nuestra sospecha de que el truco de Schindler no iba a funcionar por mucho tiempo radica en la maldad que advertimos en el kapo. Siendo éste cruel, despiadado, perverso y sádico, parecería lógico pensar que sería excesivamente optimista esperar que dejara de cometer crímenes de forma prolongada, simplemente por oír un argumento convincente. Al fin y al cabo, su conducta obedece a impulsos irracionales y sanguinarios, así que, ¿cómo esperar que un razonamiento pueda hacer suficiente mella en su conducta como para reprimirle definitivamente su impulso asesino?
Todo ello es cierto, pero me temo que el asunto va más allá, pues: ¿realmente era un buen argumento el que le presentó Schindler? (Naturalmente, desde un punto de vista utilitarista hay que reconocer que nos debe merecer aprobación desde el momento en que consiguió salvar algunas vidas. Y más si tenemos en cuenta que quizás ningún otro hubiera servido.) Planteo la cuestión porque me temo que la sospecha del espectador acerca de que aquello no acabaría convenciéndolo no viene tanto del hecho de que el kapo fuera un psicópata, que lo era, sino de la pobreza del mismo argumento. La causa de su pobreza radicaría en que, en realidad, no creemos que haya nada tan fantástico en el hecho de perdonar a alguien (ya sea perdonar la vida o perdonar cualquier otra cosa), si no se cumplen al menos tres condiciones fundamentales.
En primer lugar, para que podamos de verdad perdonar a otro, éste debe solicitar el perdón, ya sea de forma explícita (pide perdón directamente) o implícita (actúa de tal manera que se advierte su solicitud). En segundo lugar, dicha petición, además, debe ir acompañada de un sincero arrepentimiento. No vale de nada si se pide perdón a la ligera, sin darle ninguna importancia. El que solicita el perdón de otro, ha de reconocer que ha causado un daño (normalmente afectivo y moral) y debe sentir haberlo hecho (si el agravio es además económico, sólo se manifiesta auténtico arrepentimiento si además se repara la deuda). En tercer lugar, la manifestación del perdón debe suponer un cambio existencial o vital tanto para el que perdona como para el perdonado. Sus vidas se han de ver transformadas por la acción del perdón, pues al sufrir y lamentar ambos aquella situación, son conscientes de que su resolución aporta beneficios al uno y al otro.
Ninguna de estas condiciones se daba en el caso de la película. Ni el recluso suplicaba el perdón al kapo, ni se arrepentía de nada (pues en este caso, nada había hecho). Además, al dejar el kapo de dispararle, sólo se estaba limitando a dejar que los acontecimientos siguieran su curso. En ningún momento el preso se sabía perdonado por nada. Y es que, al perdonar el kapo a alguien que no estaba implorando el perdón, dejándole que siguiera con lo que ya estaba haciendo, más que generar en el kapo una sensación de poder superlativo, lo que hizo fue fortalecer su convicción de que sólo sentimos nuestro poder cuando variamos el curso natural de los acontecimientos.
Parece evidente que, si dejo que todas las cosas sucedan tal y como iban a suceder igualmente si yo no existiera, la consecuencia práctica y directa de ello es que mi presencia en el mundo es irrelevante. Así pues, sólo en la medida en que mi actuación sobre el mundo afecta su devenir, mi existencia habrá resultado auténticamente significativa. Este argumento es impecable, lo formule quien lo formule (incluso un psicópata, aunque de hecho en la película su adhesión al mismo simplemente se muestra en su conducta, no se formula verbalmente). Por ello sentimos que las palabras de Schindler acabarán perdiendo fuerza en cuanto el maldito kapo caiga en la cuenta de la debilidad del mismo. No se puede perdonar propiamente, ni por tanto obtener satisfacción en el acto de perdonar, si no se cumplen las condiciones prescritas.
Solicitud del perdón, arrepentimiento y cambio vital son indispensables desde un punto de vista práctico para que exista el perdón como acción comunicativa. Porque a ver, supongamos que alguien nos hace una muy mala jugada, con alevosía y premeditación, y eso provoca que nos sintamos absolutamente indignados y cabreados. Al margen de que en todo enfado con otro no deja de haber siempre un cierto enfado con uno mismo, por haberse equivocado al confiar en la otra persona, ¿cuál sería el modo más conveniente de afrontar la situación con respecto al que nos ha hecho esa mala jugada? ¿Perdonarle, por aquello de que no es bueno guardar rencor, resentimiento, odio, dentro de uno? No obstante, ¿qué pasará si queremos perdonar sin darse las condiciones que antes señalábamos?
Conviene pensarlo bien, porque equivocar la respuesta puede causarnos mucho más daño todavía posteriormente. Si perdonamos a otro por habernos hecho lo que sea, decidiendo mostrarnos ante él como siempre sin tenerle en cuenta lo que nos hizo, ¿qué cabe esperar por parte del otro? ¿Cómo imaginamos que reaccionará ante esta actitud nuestra de seguir nuestra relación con ella “como si nada hubiera pasado”? ¿Qué le estamos enseñando (pedagogía de la acción) con este continuar tratándolo igual?
Me temo que lo más probable es que no tome nuestra respuesta como un perdón, sino que pase a creerse que: o bien realmente él no ha hecho nada verdaderamente malo o que nos molestara, o bien somos tan buenos que somos tontos. Y si montamos en cólera ante el otro, pero poco tiempo después, y sin que él nos lo pida ni se arrepienta, le perdonamos y pasamos a actuar como si nada, posiblemente pensará que nuestro enfado se trataba de una mera rabieta (padecemos crisis emocionales) y que, tras reflexionar, ya se nos ha pasado. También puede suceder incluso que extraiga la idea de que necesitamos tanto de su compañía, que aunque nos haga las mil y una acabaremos siempre comiendo de la palma de su mano.
En cualquier caso, lo más probable es que el haber obviado lo que nos hizo sea recibido por el otro como una claudicación por nuestra parte, una renuncia a nuestra dignidad y una forma de rebajarnos. Perdonar al otro cuando es evidente que ha actuado de forma irrespetuosa, insultante y perjudicial hacia nosotros, sin darse las condiciones indicadas, no nos eleva ni nos hace mejores, no nos purifica por dentro, ni devuelve paz y sosiego a nuestro espíritu. Sencillamente, nos presenta ante el otro como alguien débil, susceptible de volver a ser ultrajado, porque a fin de cuentas, es alguien que cuando es pisoteado no sabe o no puede hacerse valer.
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