El alma gravitatoria
Hace unos años recuerdo haber leído un artículo del filósofo John Perry titulado “Identidad personal”. En él su autor nos invitaba a realizarnos la siguiente pregunta: ¿Qué tendría que hacer Dios para que una vez muera nuestro cuerpo nosotros podamos seguir existiendo, manteniendo nuestra identidad? Desde una perspectiva analítica dotada de cierta ironía socrática, Perry iba presentando distintas posibles respuestas, para acto seguido ir mostrando algunas de sus inconsistencias. Si Dios crea un ser en el cielo con un cuerpo exactamente como el mío y que tenga mis recuerdos, ¿ese ser sería yo mismo? Si libera mi alma de mi cuerpo, y eso me aleja de todas mis experiencias sensitivas actuales, ¿puede decirse que ese espíritu incorpóreo sea propiamente yo? ¿Por qué? ¿Porque posee mis recuerdos? ¿Quiere decir eso que podemos identificar el yo con la memoria? Pero entonces, ¿qué pasa con la gente que padece amnesia…?
Me temo que cualquier abordaje de la problemática de la subjetividad nos conduce inevitablemente a reparar en la dificultad de conceptualizar adecuadamente el yo. Aparentemente no tendría por qué ser así, pues el término “yo” es absolutamente usual para cada uno de los hablantes. Todos construimos frases cada día en las que el sujeto somos nosotros mismos. Es algo tan natural que hasta a veces nos puede llevar a pedir disculpas (don Miguel de Unamuno lo hacía así: “Perdonen que hable tanto de mí mismo, pero soy lo que tengo más a mano.”). No obstante, como señala agudamente Luis Bredlow, una cosa es emplear el pronombre “yo”, y otra muy distinta enfrascarse en determinar aquello que se quiere decir cuando hablamos de “el yo”. Si el primero sirve meramente para aclarar quién es el sujeto de la acción, el segundo adquiere connotación semántica y ya no indéxica: nos señala aquello de que se habla.
Este yo sustantivado, “el yo”, ha recibido históricamente diferentes denominaciones: mente, alma, espíritu, sujeto… Habitualmente tales conceptos se presentaban para demarcar la contraposición con nuestra condición corpórea. Se tenderá a pensar que alma y cuerpo son entidades distintas, siendo la primera la principal responsable del fenómeno de la vida, pues el espíritu se entenderá como el soplo o aliento vital que anima o da vida al cuerpo. Incluso los pensadores más materialistas de la antigüedad, como Demócrito o Epicuro, defenderán ese carácter distintivo al afirmar que los átomos del alma son diferentes de los del cuerpo y le otorgan el calor vital. Asimismo, el dualismo que triunfará a partir del orfismo y su influencia en la escuela pitagórica y el pensamiento platónico, se caracterizará por defender que cuerpo y alma poseen distinta naturaleza. Así, el primero será corruptible y mortal, mientras que el segundo será de condición divina e inmortal.
Ya en los relatos homéricos existía cierto reconocimiento de que los muertos seguían habitando el mundo de los vivos en forma de espectros o sombras. Sin embargo, tales figuras espectrales, que en ocasiones podían ser vistas y reconocidas, no se asumía que mantuviesen la identidad del difunto, sino solamente su apariencia. Dicho de otra manera, el espectro no era ya la persona que antes había existido, sino un mera forma fantasmagórica, pues carecía de pensamiento y también, casi, de capacidad de sensación. De hecho, en Homero, el aliento vital que vigoriza al cuerpo no es todavía identificado con el yo. Dicha asociación aparecerá a partir de la creencia de que el difunto recibe premios y castigos tras la muerte, pues sólo tendría sentido el sufrimiento del alma del difunto si en ella habita la verdadera identidad del sujeto, si ella es lo que realmente somos.
Cuando el pensamiento cristiano vaya progresivamente incorporando los esquemas de la filosofía neoplatónica, el puritanismo derivado de la visión del cuerpo como cárcel del alma irá estructurando toda una concepción antropológica, castigadora del cuerpo y sus pulsiones, que va a caracterizar el desarrollo de la moral social de Occidente. Se impondrá entonces una cultura de la represión ante un binomio que funciona según un esquema extremadamente simple: todo aquello asociado al alma cae del lado de lo positivo y bueno (racionalidad, pensamiento, inteligencia, sentimientos “puros” que se elevan a la búsqueda de la Verdad, el Bien y la Belleza espiritual), mientras que lo asociado al cuerpo se convierte en negativo y malo (irracionalidad, pasiones, emociones, instintos, sentimientos “impuros” dirigidos al mero goce físico). La pedagogía que se derivará de todo ello será, naturalmente, la del autocontrol y la renuncia.
Sigmund Freud ya destacó en El malestar en la cultura (1930) la necesidad de asumir que cierta dosis de represión individual es inevitable para que pueda ser posible la vida en comunidad. No habría civilización si no existiera un superyó que limitara las exigencias del ello, si no existiera un “principio de realidad” que agraciara con el don de la oportunidad al impulsivo “principio del placer”. No obstante, el mismo autor nos alerta de los peligros de una sociedad que caiga en una petición excesiva de represión. Si se priva a los ciudadanos de sus impulsos más básicos, éstos pueden derivar hacia comportamientos neuróticos. Yo me atrevería a añadir que el enfoque freudiano se queda corto. También habría que añadir que, si se priva a los ciudadanos de sus anhelos espirituales más fundamentales, como puedan ser la necesidad de sentirse libre, de poder dotar de sentido a su existencia y de abrirse paso a la trascendencia, que no tiene por qué ser necesariamente religiosa, las consecuencias pueden ser igualmente nefastas para el ser humano.
Por suerte el mundo en el que vivimos no practica una moral castigadora de los placeres corporales semejante a la Viena de Freud. Sin embargo, me temo que estamos ahora ante una sociedad que, volcada hacia un hedonismo inspirado en los “valores” de la novedad, la velocidad y la conversión de todas las cosas en objetos de consumo (incluidas las relaciones humanas, el arte y la cultura), está dando lugar a una moral castigadora del alma. Si antes lo que hacía daño era el exceso de represión que se exigía al cuerpo, ahora lo que nos está dificultando el poder ser felices es el sentimiento de vacío que nos provoca la conversión del mundo en un gigantesco supermercado. Por ello, se ha vuelto más urgente que nunca el dotarse de herramientas filosóficas que ayuden a situar la propia vida en las coordenadas de lo que los clásicos llamaban la nobleza de espíritu.
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A, Hervás -