La problemática de la subjetividad
Sesión inaugural del Máster de Práctica Filosófica y Gestión Social de la UB.
El objeto de la Práctica Filosófica: persona, yo, sujeto, subjetividad. (Miguel Morey)
(Síntesis a cargo de Joan Méndez)
En esta sesión inaugural del Master trataremos de abordar cuál es el objeto de estudio de la Práctica Filosófica. Desde Descartes y el nacimiento de la filosofía moderna, ha venido siendo frecuente interpretar en cierto modo la historia de la filosofía en términos de progreso y superación. Así, a lo largo de los siglos se habría ido pasando de una metafísica de corte objetivista y un tanto ingenua, no exenta de cierto dogmatismo, a una filosofía centrada en el sujeto que situaba a la epistemología en el lugar más fundamental, para finalmente cobrar consciencia de la dimensión inextricablemente lingüística del pensamiento. El desarrollo de la filosofía del lenguaje, ya sea desde las vertientes analítica, pragmática, hermenéutica, estructuralista, etc. no hacen sino mostrar la fecundidad que en el siglo XX viene teniendo este enfoque.
No obstante, debemos tener cautela con estas lecturas de la historia, pues a menudo no hacen otra cosa que legitimar el discurso presente a través de una cierta deformación del pasado que permite que las piezas encajen, sospechosamente, demasiado bien. Al igual que al hablar del origen de la filosofía en términos de paso del mito al logos, se suele caer en un simplismo inaceptable, cabe revisar si en este caso no estamos ante algo parecido. A fin de cuentas, como nos recuerda el filósofo italiano Giorgio Colli en Filosofía de la expresión (1969), siempre que hablamos de algo, hablamos de un objeto. Por tanto, cuando el hombre trata de aprehenderse a sí mismo, éste se constituye necesariamente en su propio objeto de conocimiento, de manera que lo realmente ingenuo quizás sería el planteamiento moderno, que cree que el hombre puede conocerse a sí mismo directamente como sujeto. Según Colli, inevitablemente cuando hablamos del sujeto lo estemos objetivando.
La antropología filosófica, disciplina que académicamente ha entrado en cierto descrédito, a pesar de que, paradójicamente, aumentan cada día más las publicaciones y el interés del público en general en las cuestiones relacionadas con la misma, tiene como objeto de estudio “el conocimiento del hombre”. Ahora bien, se nos plantea de entrada una dificultad derivada del carácter polisémico de la expresión: ¿cuál es el sentido de ese “del hombre”? ¿Se refiere a aquellas cosas que sabemos sobre el hombre, o más bien hace referencia a la manera de ser de aquello que el hombre conoce? ¿Hablamos del hombre como objeto o como sujeto?
¿Qué conocimiento tiene el hombre de sí mismo? La apuesta de las ciencias humanas es la de la objetividad. Se trata en ellas de imitar el modelo de las ciencias naturales, y por ello el hombre se contempla desde la pretensión de reducirlo a objeto de conocimiento. Sin embargo, lo que va a caracterizar la indagación filosófica es el intento de mantenerlo en su carácter de sujeto, recordando una y otra vez que la simplificación reduccionista del mismo que caracteriza el enfoque científico no agota todas las dimensiones que nos constituyen, y por tanto, no deberían presumir que sus resultados nos dicen lo que es realmente el hombre, dado que su objeto de estudio nunca ha sido ni podrá ser el hombre como tal, sino el hombre en tanto tal o cual aspecto, es decir, una falsificación (necesaria para adaptarse al método científico, pero falsificación al fin y al cabo). No atender suficientemente a este aspecto ha provocado a menudo el caer en los excesos de pretender explicar totalmente al hombre, magnificando la importancia de algún tal o cual aspecto particular: creer que se puede explicar completamente al hombre reduciéndolo a sus condiciones socioeconómicas, o sus pulsiones naturales, o su código genético, su ambiente cultural, etc.
Atendamos al punto de vista que nos ofrece Michel Foucault en Las palabras y las cosas (1966), que lleva por subtítulo “Una arqueología de las ciencias humanas”. Foucault llama nuestra atención sobre el hecho de que las ciencias del hombre no existían antes del siglo XIX. No nacieron hasta que se decidió que el mismo hombre podía convertirse en objeto del campo del saber. Las nuevas normas propias de la sociedad industrial fueron condición de posibilidad de esta objetivación del hombre. Como dice polémicamente: “El hombre es un invento reciente”. Naturalmente, este “el hombre” se refiere aquí a su condición de objeto de conocimiento teórico.
Para Foucault, ese objeto que estudian las ciencias humanas no preexistía antes del nacimiento del discurso propio de la sociedad industrial. Igual que la sexualidad no preexistía al discurso que la nombra (antes se hablaba de “lujuria”, ahora hablamos de “sexualidad”, y ambos términos queda claro que no son homologables). La sexualidad nace como concepto modernamente y a partir de un umbral político. Análogamente, cuando los empiristas británicos de los siglos XVII o XVIII hablaban acerca de la naturaleza humana, tampoco se estaban refiriendo al mismo objeto de estudio que las ciencias humanas cuando nos hablan del hombre. El interés actual por el hombre como objeto de estudio es según Foucault no sólo un invento reciente, sino también un invento caduco. Unas condiciones determinadas crearon la tensión cognoscitiva que creó su propio objeto de estudio, y cuando varíen esas condiciones dicha tensión presumiblemente desaparecerá.
El enfoque foucaultiano abre una duda razonable acerca de si los temas que preocupaban a los antiguos son los mismos que nos acechan ahora, sólo que nosotros supuestamente nos los planteamos mejor o de manera más esclarecida. Tenga o no razón, la cuestión tiene interés por sí misma. Analiza las condiciones de posibilidad que trajeron el problema del hombre al eje de la reflexión científica, a un lugar estratégico. Los discursos evolucionaron y nos trajeron preguntas nuevas. Este apuntar hacia nuevas preguntas que reinterpretan las anteriores ya lo encontramos en el viejo Kant, cuando señala que las tres preguntas fundamentales de la filosofía, a saber: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer? y ¿qué me está permitido esperar?, se pueden resumir en la pregunta por excelencia: ¿qué es el hombre?
Cada época se ha caracterizado por generar sus propias preguntas, y un peligro constante radica en leerlas ahora desde nuestras categorías actuales, para presentarlas a continuación como prueba manifiesta de lo ignorantes que eran entonces y aplaudir nuestro actual nivel de conocimientos. Con esto no hacemos otra cosa que legitimar nuestro discurso presente, sin darnos cuenta de que la presunta ingenuidad que adivinamos en las respuestas anteriores deriva a menudo de que sus preguntas han sido reinterpretadas por nosotros a través de un lenguaje que las desvirtúa y las fuerza en su significado para dejarse atrapar por nuestros conceptos de hoy. Sólo así se pueden sostener afirmaciones del tipo: “Las brujas del siglo XV eran unas pobres histéricas.”
Insiste Foucault en que la medicalización de la locura es un invento reciente. La enfermedad, el hombre, la sexualidad, serán las temáticas que el pensador francés vaya señalando con su filosofía de la sospecha. El discurso en torno a todo ello surgió porque previamente hubo la gestación de una voluntad que apuntó en esa dirección. La medicalización de la locura nació antes de que se supiera si ésta funcionaba.
La distancia hacia nuestro propio presente a la que nos conduce la perspectiva foucaultiana nos previene del engreimiento, haciéndonos ver de qué modo obedece al paso de una sociedad rural a una urbana, que necesita conocer al hombre para controlarlo. En Vigilar y castigar (1975) analizará los sistemas de control, advirtiendo un hecho singular: el hospital, el manicomio, el servicio militar, la escuela, la cárcel y la fábrica nacen casi simultáneamente. Lo político institucional se revela como algo más que una mera supraestructura del sistema económico. Todas estas instituciones poseerán reglamentos casi idénticos y parte de la misma lógica reguladora de la gestión del espacio y el tiempo.
Será el estudio de la anormalidad en esta sociedad industrial naciente como el sistema irá estableciendo a la par qué es “lo normal”. En 1675, en París se decidirá el encierro masivo de todos los que no trabajan. Se encerró al 10% de la población, otorgando así a todos el siguiente mensaje: “Si no trabajas, permanecerás encerrado toda la vida.” La reacción ante esta amenaza permitió normalizar el trabajo obligatorio, pero hubo un colectivo que no reaccionó ante dicha amenaza: los locos. El mensaje constituirá un criterio para una taxonomía sobre la población: los que reaccionan ante el mismo y los que no, y después más finamente, los que reaccionan pero sólo bajo ciertas condiciones, condiciones que habrá que estudiar. Nace así el concepto de enfermedad mental. Nace ahí un saber que permite ejercer mejor el poder.
Con el desarrollo de las ciencias humanas, parece indudable que hoy somos capaces de objetivar mejor al hombre que hace cien años. Ha habido un progreso: sabemos mejor qué es el hombre, como objeto, que antes, pero cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿Se conocen mejor los hombres a sí mismos que hace cien años? La respuesta no es inmediata, e incluso nos puede sumir en cierta perplejidad. ¿Qué deberíamos saber para responder esta pregunta? Esta cuestión no se puede resolver, obviamente, hablando de cromosomas o circuitos neuronales…
El re-conocimiento que tiene el hombre de sí mismo no va paralelo al desarrollo de las ciencias humanas. No hay ciencia que pueda hacerse cargo de este campo, si no es pulverizándolo. Es aquí propiamente la filosofía la que tiene que hablar, haciéndose eco del principio délfico “Conócete a ti mismo”, que Platón en el Alcibíades clarifica como “Cuídate a ti mismo”, “Ten cuidado de ti mismo”, autocuidado que parte del autoconocimiento, sin que pretenda convertir al hombre en objeto de conocimiento, ni dando a entender que somos algo ya acabado de antemano.
¿Con qué esquemas o herramientas puede alguien iniciar esa indagación de conocerse uno a sí mismo? Desde 1980 en adelante, Foucault (1926-1984) se preocupará por esta cuestión, como se podrá ver en Tecnologías del yo. Se plantea la cuestión del trabajo de uno sobre sí mismo para transformarse (toda vida supone un proceso de transformación: ¿vas a delegar en las instituciones tu propia transformación, o te vas a cuidar de ti mismo en esa transformación, qué vas a hacer de ti mismo (proceso de autotransformación)?).
Se trata de gobernarse a sí mismo. Y el sí mismo nunca es un objeto dado de una vez por todas, no es el objeto de estudio de la psicología. Las ciencias humanas no están hechas para emancipar al hombre. Pero tampoco se trata de lanzarse a una espiritualidad orientalizante prefabricada “new age”. Lo que está en juego es algo profundamente esencial: la misma libertad del hombre.
Antes se nos pedía ser héroes, o mártires, santos, caballeros andantes… Hoy se nos pide “ser normales”. Lo normal se eleva a normativo. Y nos sentimos liberados de la angustia cuando se nos hace saber que “somos normales”. El ideal a alcanzar es ser normales, y quien nos dice si hemos alcanzado o no esa condición es el “experto”. El gran miedo es no ser normal, y siempre es otro el que me dirá si lo soy o no.
¿Por qué esta supraestructura y no otra? El análisis del poder revela que la explotación del hombre por el hombre no es una cuestión marginal, no da igual el que dicha explotación se dé de una forma o de otra. Las relaciones de poder responden a unas motivaciones y una lógica que va más allá del puro factor económico. Y hoy en día esas relaciones de poder se muestran además sin ningún tipo de pudor. El poder ya no tiene que enmascararse: ya no engaña, pero su desvergüenza lo hace más intolerable si cabe.
Aplícate a conducir tu propia existencia ya era un lema kantiano en ¿Qué es Ilustración? (1784). Su Sapere aude, atrévete a pensar, atrévete a valerte de tu propio entendimiento resuena por toda la obra. Pereza y cobardía son los enemigos que tienden a mantener al hombre en la minoría de edad. Y ojo, porque los libros y la ciencia no deben anular mi propio discernimiento. Kant nos avisa de que el recurso a la autoridad, ni que sea filosófica o científica, nos debe eximir de nuestra responsabilidad de pensar por nosotros mismos. Idéntica reflexión encontramos en el vitalista Nietzsche, quien en La gaia ciencia insiste en que debemos examinar mediante la razón las “enseñanzas” de los clérigos. Hemos de ser a la vez experimentador y cobaya de nuestra propia vida.
¿Qué es el hombre? ¿Hemos de adoptar más bien la explicación de la ciencia o la de la religión? ¿Evolucionismo versus Creacionismo? ¿Mono con suerte versus Imagen y Semejanza de Dios? Ambas son dos formas de minoría de edad, según defiende A. Gehlen en El Hombre.
¿Quién es este “ti mismo”? Mente, cerebro, espíritu… Todos ellos están objetivados tendenciosamente. Quizás sólo le quepa un término: “Soledad”. Y ello es lo que nos hace próximos. Con soledad no nos referimos a solipsismo, ni ensimismamiento. La soledad es el espacio que nos aproxima porque nos abre a la compasión al reconocernos unos a otros en ella.
Desde Descartes y sus Meditaciones metafísicas la meditación dejará de ser en Occidente el lugar de encuentro con ese “uno mismo”, al ir ganando terreno la objetivación del sujeto en el marco de la filosofía y de la ciencia. Quizás haya sido la literatura, en la forma de novela y sobre todo la llamada novela de formación, donde vemos cómo el personaje principal del libro va transformándose interiormente a lo largo del relato, quien haya recogido a expensas de la filosofía la indagación acerca de las profundidades humanas y su contacto con la soledad y el desasimiento.
La literatura crea una burbuja entre el mundo y el lector con su libro: espacio de silencio, soledad. Sin embargo, la cultura del libro puede llegar a quebrarse a causa del advenimiento de una nueva cultura, la cultura audiovisual de la postmodernidad, que aporta otra lógica relacional con la realidad. Si la lógica de la novela de formación es lineal, el personaje se va haciendo a lo largo del libro, ahora nos acercamos a una estructura fragmentaria, a una lógica de la dispersión.
(El pensamiento no se puede poner en un libro. Nada de lo realmente importante se puede poner en un libro. El pensamiento siempre es algo vivo. El libro sólo puede aspirar a producir pensamiento. ¿Qué clase de pensamiento inspirará el paso de una cultura de la palabra por una cultura de la imagen?)
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