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John Stuart Mill, Utilitarismo.

John Stuart Mill, Utilitarismo.

El utilitarismo. (1863)

 

 

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Capítulo 1. Observaciones generales.

 

“Desde los inicios de la Filosofía, la cuestión relativa al summum bonum o, lo que es lo mismo, la cuestión relativa a los fundamentos de la moral, ha sido considerada como el problema prioritario del pensamiento especulativo, ha ocupado las mentes más privilegiadas y las ha dividido en sectas y escuelas, provocando una guerra encarnizada entre unas y otras. Después de más de dos mil años continúan teniendo lugar las mismas discusiones.”

 

Sin embargo, “las doctrinas de una ciencia no dependen para su existencia de los que se denominan sus primeros principios. (…)

Las verdades que son aceptadas en último término como los primeros principios de una ciencia son, en realidad, los resultados finales del análisis metafísico practicado con relación a las nociones elementales de las que trata la ciencia, y su relación con la ciencia no es la que se da entre los cimientos y el edificio, sino entre las raíces y el árbol, que pueden realizar su tarea igualmente bien aunque nunca se excave en ellas y se expongan a la luz.

Pero aunque en la ciencia las verdades particulares preceden a la teoría general, ha de esperarse lo contrario en artes prácticas tales como la moral o la legislación. (…)

Un criterio de lo que es correcto e incorrecto debe constituir el medio, habría que pensar, de determinar lo que es correcto e incorrecto, y no ser la consecuencia de haberlo determinado de antemano.”

 

“Esta dificultad no se salva recurriendo a la conocida teoría que mantiene la existencia de una facultad natural, un sentido o instinto, que nos indica qué es lo correcto o incorrecto. Al margen de que la existencia de tal instinto moral es, precisamente, una de las cuestiones en litigio, aquellos que creen en él y que tienen alguna pretensión de filósofos se han visto obligados a abandonar la idea de que tal instinto discierne qué es correcto e incorrecto cuando hemos de aplicarla a los casos particulares con los que nos encontramos (…)

Nuestra facultad moral (…) nos proporciona únicamente los principios de nuestros juicios morales.”

 

“No puedo menos que referirme, a modo de ilustración de ellos: La metafísica de las costumbres de Kant. Este hombre insigne, cuyo sistema de pensamiento seguirá siendo durante mucho tiempo uno de los hitos de la historia de la especulación filosófica, de hecho, en el tratado en cuestión, establece un principio universal como origen y fundamento de la obligación moral. Dice así: “Obra de tal modo que la regla conforme a la que actúes pueda ser adoptada como ley por todos los seres racionales”. Pero cuando comienza a deducir a partir de este precepto cualquiera de los deberes relativos a la moralidad, fracasa, de modo casi grotesco, en la demostración de que se daría alguna contradicción, alguna imposibilidad lógica (y ya no digamos física) en la adopción por parte de todos los seres racionales de las reglas de conducta más decididamente inmorales. Todo lo que demuestra es que las consecuencias de su adopción universal serían tales que nadie elegiría que tuvieran lugar.”

 

[Se plantea aquí uno de los dilemas más interesantes de la ética normativa. A saber, si es posible una ética deontológica que haga abstracción de las consecuencias de los actos realizados. La respuesta de Mill es, como puede apreciarse, de que incluso la ética kantiana para cobrar algún sentido debe ser interpretada en sentido teleológico, como ética de fines y consecuencias.]

 

“Antes de intentar adentrarme en los fundamentos filosóficos que pueden ofrecerse para aceptar el principio utilitarista, ofreceré algunos ejemplos de la propia doctrina, con objeto de mostrar con mayor claridad en qué consiste, distinguiéndola de lo que no es, y eliminando aquellas objeciones prácticas que se le hacen, debidas a, o íntimamente relacionadas con, interpretaciones erróneas de su significado.”

 

 

Capítulo 2. Qué es el utilitarismo.

 

“El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de la mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas (right) en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas (wrong) en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer.”

 

“Los seres humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales, y una vez que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades. (…) Ya la vida epicúrea asignaba a los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la imaginación, un valor mucho más elevado en cuanto placeres que a los de la pura sensación.”

 

“Los utilitaristas, en general, han basado la superioridad de los placeres mentales sobre los corporales, principalmente en la mayor persistencia, seguridad, menor costo, etc. de los primeros, es decir, en sus ventajas circunstanciales más que en su naturaleza intrínseca. (…) Pero bien podrían haber adoptado la otra formulación, más elevada, por así decirlo, con total consistencia. Es del todo compatible con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer son más deseables y valiosos que otros. Sería absurdo que mientras que al examinar todas las demás cosas se tiene en cuenta la calidad además de la cantidad, la estimación de los placeres se supusiese que dependía tan sólo de la cantidad.”

 

[Este es, precisamente, el punto que marca una de las diferencias más tajantes entre Bentham y Mill, introduciendo este último la “calidad” de los placeres como correctivo de la doctrina que parecía tener sólo en cuenta su mera suma aritmética. Aspecto éste de la doctrina de Mill que ha hecho que sea considerado por algunos, como el caso del contemporáneo Smart, como un utilitarista “semi-idealista”.]

 

“De entre dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos los que han experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, independientemente de todo sentimiento de obligación moral para preferirlo, ese es el placer más deseable.”

 

“Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes están igualmente familiarizados con ambas cosas y están igualmente capacitados para apreciarlas y gozarlas, muestran realmente una preferencia máximamente destacada por el modo de existencia que emplea capacidades humanas más elevadas. Pocas criaturas humanas consentirían en transformarse en alguno de los animales inferiores ante la promesa del más completo disfrute de los placeres de una bestia. Ningún ser humano inteligente admitiría convertirse en un necio, ninguna persona culta querría ser un ignorante, ninguna persona con sentimientos y conciencia querría ser egoísta y depravada, aun cuando se le persuadiera de que el necio, el ignorante o el sinvergüenza pudieran estar más satisfechas con su suerte que ellos con la suya.”

 

[En su ensayo sobre Bentham de 1838, pone Mill en evidencia la necesidad de tomar en consideración la búsqueda de la propia excelencia por parte del ser humano, como pieza clave para la consecución de la felicidad personal, aspecto que Bentham había pasado por alto.]

 

“Si alguna vez imaginan que lo harían es en casos de desgracia tan extrema que por escapar de ella cambiaría su suerte por cualquier otra, por muy despreciable que resultase a sus propios ojos. Un ser con facultades superiores necesita más para sentirse feliz, probablemente está sujeto a sufrimientos más agudos, y ciertamente los experimenta en mayor número de ocasiones que un tipo inferior. Sin embargo, a pesar de estos riesgos, nunca puede desear de corazón hundirse en lo que él considera que es un grado más bajo de existencia.”

 

“Es indiscutible que el ser cuyas capacidades de goce son pequeñas tiene más oportunidades de satisfacerlas plenamente; por el contrario, un ser muy bien dotado siempre considerará que cualquier felicidad que pueda alcanzar, tal como el mundo está constituido, es imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son en algún sentido soportables. (…) Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras.”

 

“Los hombres pierden sus aspiraciones elevadas al igual que pierden sus gustos intelectuales, por no tener tiempo ni oportunidad de dedicarse a ellos. Se aficionan a placeres inferiores no porque los prefieran deliberadamente, sino porque o ya bien son los únicos a los que tienen acceso, o bien los únicos para los que les queda capacidad de goce.”

 

“Considero inapelable este veredicto emitido por los únicos jueces competentes. En relación con la cuestión de cuál de dos placeres es el más valioso, o cuál de dos modos de existencia es el más gratificante para nuestros sentimientos, al margen de sus cualidades morales o sus consecuencias, el juicio de los que están cualificados por el conocimiento de ambos o, en caso de que difieran, el de la mayoría de ellos, debe ser admitido como definitivo. Es preciso que no haya dudas en aceptar este juicio respecto a la calidad de los placeres, ya que no contamos con otro tribunal, ni siquiera en relación con la cuestión de la cantidad. ¿Qué medio hay para determinar cuál es el más agudo de dos dolores, o la más intensa de dos sensaciones placenteras, excepto el sufragio universal de aquellos que están familiarizados con ambos?

 

“Cabe recordar que el criterio utilitarista no consiste en que uno debe hacer aquellas cosas que concedan la mayor felicidad del propio agente, sino aquellas que aporten la mayor cantidad total de felicidad. [Se trata, pues, de un hedonismo universalista, en contraposición a un hedonismo egoísta. La crítica habitual es que parece admisible que los hombres preferimos ser felices a ser desgraciados, pero no es tan claro que prefiramos la “felicidad general” a la particular. Pero a esto responde Mill apelando a la necesidad de una educación que apunte en esta dirección.]

Si puede haber alguna posible duda acerca de que una persona noble pueda ser más feliz a causa de su nobleza, lo que sí no puede dudarse es de que hace más felices a los demás y que el mundo en general gana inmensamente con ello. El utilitarismo, por consiguiente, sólo podría alcanzar sus objetivos mediante el cultivo general de la nobleza de las personas.”

 

“Tampoco existe una necesidad intrínseca de que ningún ser humano haya de ser un ególatra ocupado sólo de sí mismo, carente de toda suerte de sentimientos o preocupaciones más que las que se refieren a su propia miserable individualidad. Algo muy superior a esto es lo suficientemente común incluso ahora, para proporcionar amplias expectativas respecto a lo que puede conseguirse de la especie humana. (…) En un mundo en el que hay tanto por lo que interesarse, tanto de lo que disfrutar y también tanto que enmendar y mejorar, todo aquel que posea esta moderada proporción de requisitos morales e intelectuales puede disfrutar de una existencia que puede calificarse de envidiable. A menos que a tales personas se les niegue, mediante leyes nocivas, o a causa del sometimiento a la voluntad de otros, la libertad para utilizar las fuentes de la felicidad a su alcance, no dejarán de encontrar esta existencia envidiable, si evitan los males positivos de la vida, las grandes fuentes de sufrimiento físico y psíquico – tales como la indigencia, la enfermedad, la carencia de afectos, la falta de dignidad o la pérdida prematura de objetos de estimación.

El verdadero meollo de la cuestión radica, por tanto, en la lucha contra estas calamidades de las que es infrecuente tener la buena fortuna de eludir. (…) Nadie cuya opinión merezca la más momentánea consideración puede dudar de que la mayoría de los grandes males positivos de la vida son en sí mismos superables y que, si la suerte de los humanos continúa mejorando, serán reducidos, en último término, dentro de estrechos límites. La pobreza, que implique en cualquier sentido sufrimiento, puede ser eliminada por completo mediante las buenas artes de la sociedad, en combinación con el buen sentido y la buena previsión por parte de los individuos. Incluso el más tenaz enemigo de todos, la enfermedad, puede ser en gran medida reducido en sus dimensiones mediante una buena educación física y moral y el control adecuado de las influencias nocivas, al tiempo que el progreso de la ciencia significa la promesa para el futuro de conquistas todavía más directas sobre este detestable adversario.”

 

“En suma, todas las fuentes del sufrimiento humano son, en gran medida, muchas de ellas eliminables mediante el empeño y el esfuerzo humanos, y aunque su supresión es tremendamente lenta – aunque perecerán en la empresa gran número de generaciones antes de llevarse a cabo la conquista y este mundo llegue a ser todo aquello en que sería fácil en que se convirtiese, de no faltar voluntad y conocimiento -, con todo, toda mente suficientemente inteligente y generosa para participar, aunque sea en pequeña e insignificante medida, en la tarea, derivará un noble goce de la propia contienda, al que no consentirá en renunciar mediante ningún chantaje en forma de indulgencia egoísta.”

 

“Indica nobleza el ser capaz de renunciar por completo a la parte de felicidad que a uno le corresponde, o las posibilidades de la misma, pero, después de todo, esta auto-inmolación debe tener algún fin. Ella misma no constituye su propio fin. Y si se nos dice que su fin no es la felicidad sino la virtud, lo cual es preferible a la felicidad, yo pregunto: ¿Se llevaría a cabo el sacrificio si el héroe o el mártir no creyesen que ello garantizará el que los demás no tengan que llevar a cabo sacrificios parecidos? (…)

Aunque sólo en un estado muy imperfecto de la organización social uno puede servir mejor a la felicidad de los demás mediante el sacrificio total de la suya propia, en tanto en cuanto la sociedad continúe en este imperfecto estado, admito por completo que la disposición a realizar tal sacrificio es la mayor virtud que puede encontrarse en un hombre.”

 

“La moral utilitarista reconoce en los seres humanos la capacidad de sacrificar su propio mayor bien por el bien de los demás. Sólo se niega a admitir que el sacrificio sea en sí mismo un bien. Un sacrificio que no incremente o tienda a incrementar la suma total de la felicidad se considera como inútil.”

 

“Entre la felicidad personal del agente y la de los demás, el utilitarista obliga a aquél a ser tan estrictamente imparcial como un espectador desinteresado y benevolente. [Este componente de imparcialidad implícito en el Utilitarismo de Mill ha supuesto que algunos, como Hare, mantengan que la presunta irreconciliabilidad entre las doctrinas de Kant y de Mill es sólo aparente.]

En la regla de oro de Jesús de Nazaret encontramos todo el espíritu de la ética de la utilidad: “Comportarte con los demás como quieras que los demás se comporten contigo” y “Amar al prójimo como a ti mismo” constituyen la perfección ideal de la moral utilitarista. Como medio para alcanzar más aproximadamente este ideal, la utilidad recomendará, en primer término, que las leyes y organizaciones sociales armonicen en lo posible la felicidad o (como en términos prácticos podría denominarse) los intereses de cada individuo con los intereses del conjunto. En segundo lugar, que la educación y la opinión pública, que tienen un poder tan grande en la formación humana, utilicen de tal modo ese poder que establezcan en la mente de todo individuo una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien del conjunto (…) de tal modo que no sólo no pueda concebir la felicidad propia en la conducta que se oponga al bien general, sino también de forma que en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de los motivos habituales de la acción y que los sentimientos que se conecten con este impulso ocupen un lugar importante y destacado en la experiencia sintiente de todo ser humano.”

[Spencer pretendía que la propia evolución biológica llevaría a cabo esta tarea que Mill confiaba al proceso de socialización.]

 

“La gran mayoría de las acciones están pensadas no para beneficio del mundo sino de los individuos a partir de los cuales se constituye el bien del mundo, y no es preciso que el pensamiento del hombre más virtuoso cabalgue, en tales ocasiones, más allá de las personas afectadas, excepto en la medida en que sea necesario asegurarle de que al beneficiarles no está violando los derechos, es decir, las expectativas legítimas y autorizadas de nadie más. La multiplicación de la felicidad es, conforme a la ética utilitarista, el objeto de la virtud: las ocasiones en las que persona alguna (excepto una entre mil) tiene en sus manos el hacer esto a gran escala – en otras palabras, ser un benefactor público – no son sino excepcionales; y sólo en tales ocasiones se le pide que tome en consideración la utilidad pública. En todos los demás casos, todo lo que tiene que tener en cuenta es la utilidad privada, el interés o la felicidad de unas cuantas personas. Sólo aquellos cuyas acciones influyen hasta abarcar la sociedad en general tienen necesidad habitual de ocuparse de un objeto tan amplio.”

 

“Los utilitaristas son perfectamente conscientes de que existen otras posesiones y cualidades deseables aparte de la virtud, y están completamente dispuestos a concederles todo su valor. También son conscientes de que una acción correcta no indica generalmente una persona virtuosa, y de que acciones que son condenables proceden con frecuencia de cualidades que merecen elogio. (…) No obstante, consideran que, a la larga, la mejor prueba de que se posee un buen carácter es realizar buenas acciones, y que se niegan por completo a considerar buena ninguna disposición mental cuya tendencia predominante sea la de producir una mala conducta.”

 

“No es infrecuente que escuchemos cómo se cataloga a la doctrina de la utilidad como una doctrina atea. (…) Si es verdad la creencia  de que Dios desea, por encima de todo, la felicidad de sus criaturas, y que éste fue su propósito cuando las creó, el utilitarismo no sólo no es una doctrina atea sino que es más profundamente religiosa que otra alguna. (…) Otros, además de los utilitaristas, han sido de la opinión de que la Revelación Cristiana tenía como fin, y para ello estaba capacitada, dotar a los corazones y las mentes de los humanos de un espíritu que les permitiese encontrar por sí mismos lo que es correcto y les inclinase a obrar conforme a ello cuando lo encontrasen, más que indicárselo, a no ser en un sentido muy general, a lo que se añade la necesidad reconocida de una doctrina ética, meticulosamente desarrollada, que nos interprete la voluntad de Dios. Es superfluo discutir aquí si esta opinión es o no es correcta, ya que cualquier tipo de ayuda que la religión Natural o revelada pueda prestar a la investigación ética puede beneficiar tanto al moralista utilitarista como a cualquier otro. Puede hacer uso de ella el utilitarista como aval divino de la utilidad o daño de cualquier tipo determinado de actuación, con el mismo derecho que otros pueden utilizarla para indicar que existe una ley trascendental que no guarda conexión con la utilidad o la felicidad.”

 

“Si el principio de utilidad sirve para algo, debe servir para comparar estas utilidades en conflicto y señalar el ámbito dentro del cual cada una de ellas predomina.”

[Se ha discutido largamente si el Utilitarismo de Mill era susceptible de ser clasificado como un “utilitarismo de la regla” o un “utilitarismo del acto”, es decir, una doctrina que juzga de la corrección de los actos en virtud del tipo de reglas en que pueden encuadrarse, siendo un acto correcto si la regla dentro de la que se encuadra es generalmente útil, o una doctrina que juzga directamente la corrección de cada acto en virtud de la utilidad directa que del mismo se deriva. Mill trataba de ser ponderado y combinar equilibradamente ambos tipos de utilitarismo.]

 

“No es difícil demostrar que cualquier criterio ético funciona mal si suponemos que va acompañado de la estupidez universal. Pero de acuerdo con cualquier hipótesis en la que no se incluya esto último, la humanidad debe haber adquirido ya creencias positivas en relación a los efectos de algunas nociones sobre su felicidad. Creencias que así generadas son las reglas de moralidad para la multitud y también para el filósofo hasta que consiga mejores hallazgos. El que los filósofos puedan lograr esto fácilmente, incluso ahora, con relación a muchos temas, el que el código tradicional de la ética no es en modo alguno de derecho divino y que la humanidad tiene todavía mucho que aprender con relación a los efectos de las acciones sobre la felicidad general, es algo que admito, o mejor aún, que mantengo sin reservas.”

 

“Se nos dice que el utilitarista será capaz de hacer de su propio caso una excepción a la regla moral y que, cuando sucumba a la tentación, verá mayor utilidad en la violación de la norma que en su observancia. Pero, ¿es el utilitarismo el único credo que nos permite presentar excusas para obrar mal y engañar a nuestra propia conciencia? Estas excusas son suministradas abundantemente por todas las doctrinas que reconocen como un hecho dentro de la moral el que existan consideraciones en conflicto, cosa que reconocen todas las doctrinas que han sido aceptadas por personas cabales. No es culpa de ningún credo, sino de la complicada naturaleza de los asuntos humanos, el que las reglas de la conducta no puedan ser elaboradas de modo que no admitan excepciones y que, difícilmente, ningún tipo de acción pueda establecerse con seguridad como siempre obligatoria o siempre condenable. No existe ningún credo moral que no atempere la rigidez de sus leyes concediendo un cierto margen, bajo la responsabilidad del agente, para el acomodo de aquéllas a las peculiaridades de las circunstancias. Y en todos los credos, una vez hecha esta concesión, se introducen el auto-engaño y una casuística desaprensiva.”

 

 

Capítulo 3. De la sanción última del principio de utilidad.

 

Se formula a menudo la cuestión, con toda propiedad, respecto a cualquier supuesto criterio moral: ¿Cuál es su sanción? ¿Cuáles son los motivos de obediencia? O, de modo más específico: ¿Cuál es la fuente de la que deriva su obligatoriedad? ¿De dónde procede su fuerza vinculante? Es una tarea necesaria de la filosofía moral la de proporcionar respuesta a esta cuestión que, aun cuando con frecuencia se presupone que es una objeción a la moralidad utilitarista – como si tuviera una mayor aplicación a esta doctrina que a las demás -, se origina, en realidad, con relación a todos los criterios.”

 

“Siento que estoy obligado a no robar, no matar, no traicionar, no mentir, pero ¿por qué estoy obligado a promover la felicidad general? Si mi propia felicidad radica en algo distinto, ¿por qué no he de darle preferencia?

Si la posición adoptada por la filosofía utilitarista con relación a la naturaleza del sentido moral es correcta, nos encontraremos siempre con esta dificultad hasta que las influencias que constituyen el carácter moral no hayan tomado tan en cuenta el principio como han tomado en cuenta sus consecuencias – hasta que, mediante mejoras en la educación, el sentimiento de unidad con nuestros semejantes esté tan profundamente enraizado (como no podrá negarse que Cristo quería que fuese) en nuestro carácter y sea para nuestra conciencia una parte de nuestra naturaleza, de modo semejante a como el horror al crimen está arraigado en cualquier joven bien criado.”

 

“El principio de utilidad, o bien cuenta con todas las sanciones con las que cuenta cualquier otro sistema moral, o por lo menos no hay razón alguna para que no pudiera contar con ellas. Dichas sanciones son ya bien externas o internas. De las sanciones externas no es necesario hablar demasiado. Se trata de la esperanza de conseguir el favor y el temor al rechazo de nuestros semejantes o el Regidor del Universo, junto con los sentimientos afectivos o de empatía que podamos sentir hacia ellos, o el amor o el temor que Él nos inspire, inclinándonos a cumplir su voluntad independientemente de las consecuencias consideradas desde un punto de vista egoísta. Evidentemente no hay razón por la que estos tres motivos en su conjunto no puedan vincularse con la moralidad utilitarista con la misma intensidad y fuerza como cualquier otra. (…)

En cuanto a la sanción interna del deber, cualquiera que sea nuestro criterio del deber, es siempre la misma: un sentimiento en nuestro propio espíritu, un dolor más o menos intenso que acompaña a la violación del deber, que en las naturalezas morales adecuadamente cultivadas lleva, en los casos más graves, a que sea imposible eludir el deber.”

 

“Existen sentimientos, como hecho de la naturaleza humana, cuya realidad, así como el gran poder que son capaces de ejercer en aquellos que han sido debidamente educados, es algo probado por la experiencia. Jamás se ha demostrado que no puedan ser cultivados por los utilitaristas tan intensamente como por cualquier otra regla moral. [Mill se anticipa a teorías desarrollamentistas como la de Kohlberg: los individuos que se mueven únicamente por las sanciones externas se encuadrarían en el nivel convencional, que implica un desarrollo moral incompleto y deficitario, que ha de ser superado para alcanzar el nivel posconvencional.]

Soy consciente de que existe una tendencia a pensar que una persona que considera la obligación moral como algo trascendente, como una realidad objetiva perteneciente al ámbito de las “cosas en sí”, está más predispuesta a cumplir conforme a ella más prontamente que el que considera que es algo completamente subjetivo, que tiene su asiento en la conciencia humana únicamente. Sin embargo, al margen de cuál sea la opinión de una persona sobre esa cuestión ontológica, lo que realmente le urge a obrar es su propio sentimiento subjetivo que es medido debidamente por la fuerza que presenta.

No hay otra creencia más fuerte en la realidad objetiva del deber que la de quienes consideran que dicha realidad es Dios. Con todo, la creencia en Dios, aparte de los esperados premios y castigos reales, opera únicamente en la conducta a través de, y en proporción a, el sentimiento religioso subjetivo.”

 

“De haber algo innato de este tipo, no veo la razón por la que el sentimiento innato no pudiera ser el de la consideración de los placeres y dolores de los demás. Si existe algún principio moral que sea intuitivamente obligatorio, yo diría que éste debe serlo. De ser así, la ética intuicionista coincidiría con la utilitarista y ya no habría lugar a más disputas entre ambas. (…)

Por otra parte, si, como yo creo, los sentimientos morales no son innatos sino adquiridos, no son por ello menos naturales. Es natural que un hombre hable, razone, construya ciudades, cultive la tierra, etc., aunque ello implique facultades adquiridas. (…) La facultad moral, si bien no es parte de nuestra naturaleza, es un producto natural de ella. Puede desarrollarse, como las anteriormente citadas capacidades, en un determinado grado, espontáneamente, siendo susceptible de alcanzar, mediante su cultivo, un elevado grado de desarrollo. Desafortunadamente, también es susceptible, mediante un uso suficiente de sanciones externas y la fuerza de las impresiones primeras, de ser cultivado casi en cualquier sentido, de modo que no hay nada, por absurdo y maligno que sea, que no pueda hacer que actúe, mediante dichas influencias, sobre el espíritu humano con toda la autoridad de la conciencia.”

 

“Sin embargo, las asociaciones morales que son totalmente una creación artificial, conforme avanza el cultivo del intelecto, se rinden poco a poco a la fuerza disolvente del análisis, de suerte que si el sentimiento del deber cuando se asocia con la utilidad se presentase como igualmente arbitrario, si no existiese una parte importante de nuestra naturaleza, o alguna clase de sentimientos poderosos con los que pudiese armonizarse tal asociación, y que nos hiciese sentirla como algo propio, inclinándonos no sólo a desarrollarla en los demás (para lo cual contamos con bastantes motivos interesados), sino incluso a apreciarla en nosotros mismos, si no existiese, en suma, una base sentimental natural para la moralidad utilitarista, bien pudiera ocurrir que también esta asociación, incluso después de haber sido implantada mediante la educación, pudiera desvanecerse mediante el análisis.

Sin embargo, esta base de sentimientos naturales potentes existe, y es ella la que, una vez que el principio de la felicidad general sea reconocido como criterio ético, constituirá la fuerza de la moralidad utilitarista. Esta base firme la constituyen los sentimientos sociales de la humanidad – el deseo de estar unidos con nuestros semejantes, que ya es un poderoso principio de la naturaleza humana y, afortunadamente, uno de los que tienden a robustecerse incluso sin que sea expresamente inculcado dada la influencia del progreso de la civilización. El estado social es a la vez tan natural, tan necesario y tan habitual para el hombre que, con excepción de algunas circunstancias poco comunes, o a causa del esfuerzo de una abstracción voluntaria, puede el ser humano concebirse a sí mismo más que como miembro de un colectivo. Sentimiento de asociación que se refuerza más y más, conforme la humanidad abandona el estado de independencia salvaje.”

 

“En un estado de progreso del espíritu humano se da un constante incremento de las influencias que tienden a generar en todo individuo un sentimiento de unidad con todo el resto, sentimiento que, cuando sea perfecto, hará que nunca se piense en, ni se desee, ninguna condición que beneficie a un individuo particularmente, si en ella no están incluidos los beneficios de los demás.

Si suponemos ahora que este sentimiento de unidad ha de ser enseñado como de una religión se tratase, y que toda la fuerza de la educación, las instituciones y la opinión pública ha de ser dirigida, como se hizo en su tiempo con la religión, a lograr que cada persona crezca desde su infancia rodeada por todas partes de la profesión y práctica del mismo, no creo que nadie que pueda imaginarse eso tendrá reparo alguno respecto a la suficiencia de la sanción última de la moralidad de la Felicidad.”

 

“Tampoco es necesario que el sentimiento que constituye la fuerza vinculante de la moralidad utilitarista en aquellos que la reconocen aguarde la colaboración de aquellas influencias sociales que harán que la humanidad en su conjunto la experimente como obligatoria. En el estadio relativamente primitivo del desarrollo humano en que ahora nos encontramos, una persona no puede, desde luego, sentir aquella profunda simpatía hacia todos los demás que haría imposible cualquier discordia real en la dirección general de su conducta en la vida.”

 

“Si las diferencias de opinión y de cultura intelectual hacen que le sea imposible compartir los sentimientos reales de los demás tal vez incluso le hagan condenar y rechazar tales sentimientos – sin embargo, tiene que ser consciente de que su objetivo real y el de los demás no son excluyentes -. Es decir, tiene que comprender que no se opone a lo que los demás realmente desean con vistas, pongamos por caso, a su propio bien, sino que, por el contrario, está contribuyendo a su consecución. En la mayoría de los individuos este sentimiento es mucho menos profundo que los sentimientos de tipo egoísta, y a menudo se carece de él por completo. Mas, quienes lo experimentan, son poseedores de algo que presenta todas las características de un sentimiento natural. No lo consideran como una superstición, fruto de la educación, o una ley impuesta despóticamente por la fuerza de la sociedad, sino como un atributo del que no deberían prescindir. Esta convicción es la sanción última de la moralidad de la mayor felicidad.”

 

 

Capítulo 4. De qué tipo de prueba es susceptible el principio de utilidad.

 

“Las cuestiones relativas a los fines son, en otras palabras, cuestiones relativas a qué cosas son deseables. La doctrina utilitarista mantiene que la felicidad es deseable, y además la única cosa deseable, como fin, siendo todas las demás cosas sólo deseables en cuanto medios para tal fin. ¿Qué necesita esta doctrina – qué requisitos precisa cumplir la misma – para hacer que logre su pretensión de ser aceptada?

La única prueba que puede proporcionarse de que un objeto es visible es el hecho de que la gente realmente lo vea. La única prueba de que un sonido es audible es que la gente lo oiga. Y, de modo semejante, respecto a todas las demás fuentes de nuestra experiencia. De igual modo, entiendo que el único testimonio que es posible presentar de que algo es deseable es que la gente, en efecto, lo desee realmente. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone a sí misma no fuese, en teoría y en la práctica, reconocido como fin, nada podría convencer a persona alguna de que era tal cosa. No puede ofrecerse razón alguna de por qué la felicidad general es deseable excepto que cada persona, en la medida en que considera que es alcanzable, desea su propia felicidad. Siendo esto, sin embargo, un hecho, contamos no sólo con las pruebas suficientes para el caso, sino con todas las que pudiera requerir la justificación de que la felicidad es un bien: que la felicidad de cada persona es un bien para esa persona, y la felicidad general, por consiguiente, un bien para el conjunto de todas las personas, de tal modo que la felicidad exhibe su título como uno de los fines de la conducta y, consecuentemente, como uno de los criterios de moralidad.”

 

[Hay quien critica a Mill por manifestar una confusión entre “deseado” y “deseable”. También algunos acusan a Mill de incurrir en la “falacia de la composición”. Es decir, no parece plausible derivar del hecho de que la felicidad de A sea un bien para A, la felicidad de B un bien para B, y la felicidad de C un bien para C, que la felicidad de A+B+C sea un bien para el conjunto A+B+C.]

 

“Ahora bien, resulta palmario que las personas sí desean cosas que, en un lenguaje ordinario, se distinguen claramente de la felicidad. Por ejemplo, desean la virtud y la ausencia de vicio con no menor fuerza, realmente, que desean el placer y la ausencia del dolor. El deseo de la virtud no es tan universal, pero es un hecho tan real como el deseo de la felicidad. (…)

Sin embargo, ¿niega la doctrina utilitarista que la gente desee la virtud, o mantiene que la virtud no es algo que haya de ser deseado? Todo lo contrario. Mantiene no solamente que la virtud ha de ser deseada, sino que ha de ser deseada desinteresadamente, por sí misma. Sea cual sea la opinión de los moralistas utilitaristas con relación a las condiciones originales que hacen que la virtud devenga virtud, y por más que puedan considerar (como, de hecho, ocurre) que las acciones y disposiciones son solamente virtuosas debido a que promocionan algún otro fin que la virtud, con todo, admitido esto, y habiéndose decidido – teniendo en cuenta estas consideraciones – lo que es virtuoso, no sólo colocan la virtud a la cabeza misma de las cosas que son buenas como medios para el fin último, sino que también reconocen como hecho psicológico la posibilidad de que constituya, para el individuo, un bien en sí mismo, sin buscar ningún fin más allá de él.

Mantienen además los utilitaristas que el estado de ánimo no es el correcto, ni se adecúa al principio de la Utilidad, ni es un estado que conduzca mejor a la felicidad general, a menos que se dé el amor a la virtud en este sentido – como algo deseable en sí mismo -. (…) Esto no significa, en el mínimo grado, un abandono del principio de la Felicidad. Los ingredientes de la felicidad son muy varios y cada uno de ellos es deseable por sí mismo, y no simplemente cuando se le considera como parte de un agregado. El principio de la Utilidad no significa que cualquier placer determinado, como por ejemplo la música, o cualquier liberación del dolor, como por ejemplo la salud, hayan de ser considerados como medios para un algo colectivo denominado Felicidad y hayan de ser deseados por tal motivo. Son deseados y deseables en y por sí mismos. Además de ser medios, son parte del fin.”

 

[Es este un aspecto de la argumentación de Mill generalmente pasado por alto, o mal interpretado. La felicidad, de acuerdo con Mill, no podría considerarse como una “entidad” determinada, sino que podría interpretarse, más bien, como una abreviatura para referirse a una serie de bienes y condiciones que posibilitan la satisfacción profunda y duradera del ser humano.]

 

“La virtud, conforme a la doctrina utilitarista, no es natural y originariamente parte del fin, pero es susceptible de llegar a serlo. En aquellos que la aman desinteresadamente ya lo es, deseándola y apreciándola no como medio para la felicidad, sino como pare de su felicidad.”

 

[No suele tomarse en cuenta, debidamente, esta concepción “moral” de la felicidad por parte de Mill, que considera al individuo como agente moral, con sentimientos desarrollados al respecto. Es éste uno de los puntos que más le distancian de Bentham, como Mill destacó en su obra de 1838 titulada precisamente Bentham, y en la que dice: “El hombre nunca es reconocido por Bentham como un ser capaz de perseguir la perfección espiritual como un fin; de desear por sí misma la conformidad de su propio carácter con su criterio de excelencia.”

“La felicidad no es una idea abstracta, sino un todo concreto y éstas son algunas de sus partes. El criterio utilitarista sanciona y aprueba que así sea.”

 

“La virtud, de acuerdo con la concepción utilitarista, es un bien de este tipo. No existe un deseo originario de ella, o motivo para ella, salvo su producción de placer y, especialmente, su protección del dolor. Pero mediante la asociación que se forma puede ser considerada como buena en sí misma y deseada en este sentido con tanta intensidad como cualquier otro bien. Con una diferencia: la de que mientras que el amor al dinero, al poder, la fama, etc. pueden convertir al individuo, y a menudo así sucede, en un ser nocivo para los demás miembros de la sociedad a la que pertenece, no hay nada que le haga más beneficioso para los demás que el cultivo y el amor desinteresado de la virtud. Consecuentemente, el criterio utilitarista mientras que tolera y aprueba todos aquellos otros deseos adquiridos, en tanto en cuanto no sean más perjudiciales para la felicidad general que aliados de ella, recomienda y requiere el cultivo del amor a la virtud en la mayor medida posible, por ser, por encima de todas las demás cosas, importante para la felicidad.

Resulta de las consideraciones precedentes, que no existe en la realidad nada que sea deseado excepto la felicidad. Todo lo que es deseado de otro modo que no sea medio para algún fin más allá de sí mismo, y en última instancia para la felicidad, es deseado en sí mismo como siendo él mismo una parte de la felicidad, y no es deseado por sí mismo hasta que llega a convertirse en ello. Quienes desean la virtud por sí misma la desean ya bien porque la conciencia de ella les proporciona placer, o porque la conciencia de carecer de ella les resulta dolorosa, o por ambas razones conjuntamente. Como, en realidad, raras veces el placer y el dolor se presentan por separado, sino que casi siempre aparecen juntos, la misma persona experimenta placer en la medida en que ha alcanzado la virtud, y el dolor por no haber alcanzado más. Si una de estas cosas no le proporcionase placer y la otra dolor, no amaría ni desearía la virtud, o la desearía sólo por los demás beneficios que podría producirle a ella o a las personas de su estima.”

 

“Dejemos de pensar en la persona que se ha formado una voluntad determinada de obrar correctamente, y tomemos en consideración aquella en la que la voluntad virtuosa es todavía endeble, sujeta a tentaciones, y en la que no podemos confiar por completo. ¿Con qué medios puede ser fortalecida? ¿Cómo puede implantarse o despertarse la voluntad de ser virtuoso allí donde no cuenta con fuerza suficiente? Sólo consiguiendo que la persona en cuestión desee la virtud, haciendo que la contemple como algo placentero, o que vea su carencia como algo doloroso.”

 

“La voluntad es hija del deseo, y abandona el dominio de su progenitor sólo para pasar a depender del hábito. Aquello que resulta del hábito no abona el presupuesto de que sea intrínsecamente bueno. (…) Tanto con relación a los sentimientos como a la conducta, el hábito es lo único que proporciona seguridad. (…) La voluntad de obrar correctamente debe ser cultivada de acuerdo con esta independencia habitual. En otras palabras, este estado de la voluntad es un medio para el bien, no un bien intrínseco.”

 

John Stuart Mill, Sobre la libertad.

John Stuart Mill, Sobre la libertad.

Cap. 4. "De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo". 

Fragmentos seleccionados: 

“Aunque la sociedad no esté fundada sobre un contrato, y aunque nada bueno se consiga inventando un contrato a fin de deducir obligaciones sociales de él, todo el que recibe la protección de la sociedad debe una compensación por este beneficio; y el hecho de vivir en sociedad hace indispensable que cada uno se obligue a observar una cierta línea de conducta para con los demás.” 

“No quiero decir con esto que los sentimientos que una persona inspire a los demás no deban estar, en modo alguno, afectados por sus propias cualidades o defectos personales. Esto no es ni posible ni deseable. Si una persona es eminente en alguna de las cualidades que conducen a su propio bien esto mismo la hace digna de admiración, ya que tanto más se acerca al ideal de la perfección en la naturaleza humana. Si, manifiestamente, le faltan esas cualidades, se hará objeto de un sentimiento opuesto a la admiración. Existe un grado de necedad, y de lo que puede ser llamado (aunque la frase no esté libre de toda objeción) rebajamiento o depravación del gusto, el cual, aunque no pueda justificar que se perjudique a la persona en que se manifiesta, hace de ella, necesaria y justamente, un objeto de disgusto y, en casos extremos, hasta de desprecio; una persona que posea las cualidades opuestas con gran intensidad será imposible que no experimente estos sentimientos.” 

“Nosotros mismos tenemos también derecho a obrar de distintas maneras según nuestra desfavorable opinión respecto de otro, sin menoscabo de su individualidad, sino sencillamente en el ejercicio de la nuestra. No estamos, por ejemplo, obligados a buscar su sociedad; tenemos derecho a evitarla (aunque no haciendo alarde de ello), porque tenemos derecho a elegir la que más nos convenga. Tenemos el derecho, y acaso el deber, de prevenir a otros contra él, si juzgamos que su ejemplo o conversación pueden tener un efecto pernicioso sobre aquellos con los cuales se reúne.” 

“Una persona que muestra precipitación, obstinación, suficiencia – que no puede vivir con los recursos ordinarios, que no puede privarse de satisfacciones perniciosas, que persigue los placeres animales a expensas de los del sentimiento y la inteligencia – debe prepararse a ser rebajada en la opinión de los demás y a tener una parte menor de sus sentimientos favorables.” 

“Lo que sostengo es que los inconvenientes estrictamente derivados del juicio desfavorable de los demás son los únicos a los que debe estar sujeta una persona por aquella parte de su conducta y carácter que se refiere a su propio bien, pero que no afecta a los intereses de los demás en sus relaciones con él. Los actos perjudiciales para los demás requieren un tratamiento totalmente diferente.”

“Los llamados deberes para con nosotros mismos no son socialmente obligatorios, a menos que las circunstancias los hagan a la vez deberes para con los demás.” 

“Muy otra cosa sería si esa persona hubiera infringido las reglas necesarias para la protección de sus semejantes, individual o colectivamente. Las malas consecuencias de sus actos no reaccionan sobre él mismo, sino sobre los demás, y la sociedad, como protectora de todos sus miembros, debe resarcirse con él, infligiéndole una pena con deliberado propósito de castigo y cuidando de que sea suficientemente severa. En este caso es un culpable compareciendo ante nuestro tribunal, y nosotros somos los llamados no sólo a juzgarle sino a ejecutar de una u otra manera nuestra propia sentencia; en el otro caso no nos corresponde infligirle ningún sufrimiento, excepto aquellos que puedan incidentalmente derivarse del uso que hagamos, en la regulación de nuestros propios negocios, de la libertad misma que a él le concedemos en los suyos.

Muchos se niegan a admitir esta distinción que aquí señalamos entre la parte de la vida de una persona que a él sólo se refiere y la que se refiere a los demás. ¿Cómo (se pregunta) puede haber alguna parte de la conducta de un miembro de la sociedad que sea indiferente a los otros miembros? Ninguna persona es un ser enteramente aislado; es imposible que una persona haga nada serio o permanentemente perjudicial para sí, sin que el daño alcance por lo menos a sus relaciones más próximas, y frecuentemente a las más lejanas.” 

“Y aun (se añadirá) si las consecuencias de la mala conducta pueden confinarse al individuo vicioso o irreflexivo, ¿debe la sociedad abandonar a su propia guía a aquellos que son manifiestamente incapaces para ello? Si a los niños y menores se les debe abiertamente una protección contra ellos mismos, ¿no está la sociedad también obligada a concedérsela a las personas de edad madura que son igualmente incapaces de gobernarse por sí mismas? Si el juego, la embriaguez, la incontinencia, la ociosidad o la suciedad, son tan perjudiciales para la felicidad y tan grandes obstáculos para el mejoramiento como muchos o los más de los actos prohibidos por la ley, ¿por qué (puede preguntarse) no trata la ley de reprimirlos también en la medida compatible con la práctica y las conveniencias sociales? Y como suplemento a las inevitables imperfecciones de la ley, ¿no debe la opinión, cuando menos, organizar una poderosa policía contra estos vicios y hacer caer rígidamente penalidades sociales sobre aquellos que conocidamente los practican? No se trata aquí (puede decirse) de restringir la individualidad o impedir el intento de experiencias nuevas y originales en la vida. Las únicas cosas que se trata de impedir han sido ensayadas y condenadas desde el comienzo del mundo hasta ahora; cosas cuya experiencia ha mostrado no ser útiles ni adecuadas para la individualidad de nadie. (…)

Admito plenamente que el mal que una persona se cause a sí misma puede afectar seriamente, a través de sus simpatías y de sus intereses, a aquellos estrechamente relacionados con ella, y en un menor grado, a la sociedad en general. Cuando por una conducta semejante una persona llega a violar una obligación precisa y determinada hacia otra u otras personas, el caso deja de ser personal y queda sujeto a la desaprobación moral en el más propio sentido del término. Si, por ejemplo, un hombre se hace incapaz de pagar sus deudas a causa de su intemperancia o extravagancia, o habiendo contraído la responsabilidad moral de una familia, llega a ser, por la misma causa, incapaz de mantenerla o educarla, será merecidamente reprobado y puede ser justamente castigado; pero lo será por el incumplimiento de sus deberes hacia su familia o sus acreedores, no por la extravagancia.”

“Nadie debe ser castigado simplemente por estar embriagado; pero un soldado o un policía lo serán por estarlo durante el servicio. En una palabra, siempre que existe un perjuicio definido o un riesgo definido de perjuicio, sea para un individuo o para el público, el caso se sustrae al campo de la libertad y entra en el de la moralidad o la ley. Mas el daño contingente o, como podría ser llamado, constructivo, que una persona cause a la sociedad por una conducta que ni viola ningún deber específico respecto al público ni ocasiona un perjuicio perceptible a ningún individuo, excepto a él mismo, es un inconveniente que la sociedad puede consentir en aras del mayor bien de la libertad humana.” 

“El argumento más fuerte contra la intervención del público en la conducta humana puramente personal, es que cuando interviene lo hace torcidamente y fuera de lugar. (…) Hay muchos que consideran como una ofensa toda conducta que les disgusta, tomándola como un ultraje a sus sentimientos; como el fanático acusado de irrespetuosidad hacia los sentimientos religiosos de los demás, contestaba que eran ellos los que no respetaban los suyos al persistir en sus abominables cultos o creencias.” 

“No es difícil mostrar mediante abundantes ejemplos que una de las más universales de todas las propensiones humanas consiste en extender los límites de la que puede ser llamada policía moral, hasta el punto en que choque con las libertades más indiscutiblemente legítimas del individuo. Como primer ejemplo considerad las antipatías que nacen entre los hombres por motivos tan fútiles como el de que las personas que no profesan las mismas opiniones religiosas que ellos no observan sus prácticas, y sobre todo sus abstinencias religiosas. Para citar un ejemplo enteramente trivial, lo que más envenena el odio de los mahometanos contra el credo o las prácticas de los cristianos es que éstos coman cerdo. (…) El vino está también prohibido por su religión, y todos los musulmanes, aunque consideran como malo el tomarlo, no lo miran como motivo de indignación. Su aversión a la carne del “animal sucio” es, por el contrario, de ese carácter peculiar semejante a una intuitiva antipatía, que la idea de suciedad, una vez que ha penetrado en los sentimientos, parece siempre excitar aun entre aquellos cuyos hábitos están lejos de ser una escrupulosa limpieza y del cual el sentimiento de impureza religiosa, tan intenso entre los indios, es un ejemplo notable. Suponed ahora que en un pueblo cuya mayoría estuviera compuesta de musulmanes, insistiera esta mayoría en prohibir comer la carne de cerdo dentro de los límites de su territorio, lo que no sería nada nuevo en los países mahometanos. ¿Sería éste un ejercicio legítimo de la autoridad moral de la opinión pública?, y si no, ¿por qué no? (…) El único fundamento sólido para condenarla sería que el público no tiene por qué intervenir en los gustos personales ni en los intereses propios de los individuos. Viniendo a algo más próximo a nosotros: la mayoría de los españoles consideran como una gran impiedad, en alto grado ofensiva al Ser Supremo, adorarle en otra forma que la católica romana y ningún otro culto es legal en el suelo español. Los pueblos de la Europa meridional miran a un clérigo casado no sólo como algo irreligioso, sino como impúdico, indecente, grosero y de mal gusto.” 

“En todas partes donde los puritanos han sido bastante poderosos, como en Nueva Inglaterra y Gran Bretaña en tiempo de la República, han tratado con éxito positivo de suprimir las diversiones públicas y casi todas las privadas y especialmente la música, el baile, los juegos públicos y otras reuniones para fines de entretenimiento, y el teatro. Hay todavía en este país gran número de personas cuyas nociones de moralidad y religión condenan estos recreos; y perteneciendo esas personas a la clase media, que es el poder dominante, dada la condición social y política presente del reino, no es, en modo alguno, imposible que personas de esos sentimientos puedan llegar a disponer, más pronto o más tarde, de una mayoría en el Parlamento.” 

“Hay en el mundo moderno una declarada tendencia hacia una constitución democrática de la sociedad, acompañada o no, por instituciones políticas populares. Se afirma que en el país donde esta tendencia tiene una más completa realización – en el que tanto la sociedad como el Gobierno son más democráticos, en los Estados Unidos – el sentir de la mayoría, contrario a todo tipo de vida demasiado ostentoso o caro para que ella pueda rivalizar, actúa como una eficaz y tolerable suntuaria, y que en muchas partes de la Unión es realmente difícil que una persona poseedora de una gran renta encuentre modo de invertirla sin incurrir en desaprobación popular. (…) Basta después suponer una considerable difusión de las opiniones socialistas para que pueda llegar a ser infamante a los ojos de la mayoría poseer propiedad que exceda una muy pequeña cantidad, o algún ingreso no ganado mediante el trabajo manual. (…) Es sabido que los malos obreros, que forman la mayoría en muchas ramas de la industria, son, decididamente, de la opinión que deben recibir iguales salarios que los buenos. (…) Y emplean una política moral, que en ocasiones se convierte en física, para impedir que los obreros especializados reciban o los patronos den una mayor remuneración por un servicio más útil.” 

“Pero sin acudir a casos supuestos, en nuestros mismos días tienen lugar grandes usurpaciones de libertad en la vida privada y amenazan otras mayores con probabilidades de éxito. (…) Bajo el pretexto de prevenir la intemperancia se ha prohibido por ley a la población de una colonia inglesa y de casi la mitad de los Estados Unidos, todo empleo de las bebidas fermentadas, excepto para fines medicinales: puesto que la prohibición de su venta es de hecho, y se ha querido que sea prohibición de su uso.” 

“El secretario de Estado dice: “Como ciudadano, reclamo el derecho a legislar siempre que mis derechos sociales sean invadidos por el acto social de otro.” Y define a continuación estos derechos sociales: “Si hay algo que invada mis derechos sociales, es ciertamente el tráfico de bebidas fuertes. Destruye mi elemental derecho de seguridad, creando y estimulando constantemente el desorden social. Invade mi derecho a la igualdad derivando un beneficio de la creación de una miseria, para cuyo sostenimiento se me pone a contribución. Impide mi derecho a un libre desenvolvimiento moral e intelectual, rodeando mi camino de peligros y debilitando y desmoralizando la sociedad de la cual tengo derecho a exigir una mutua ayuda y socorro.” Una teoría de los “derechos sociales”, sin semejanza en nada de cuanto anteriormente había sido distintamente formulado, que no significa nada menos que esto: el derecho social absoluto de todo individuo a que todo otro individuo se conduzca, en todos los respectos, ateniéndose rigurosamente a su deber; la más pequeña falta viola mi derecho social y me autoriza para pedir a la legislatura la reparación del daño. Un principio tan monstruoso es mucho más peligroso que todos los casos de invasiones de la libertad; no hay violación de la libertad que no pueda justificar; no reconoce derecho alguno de libertad excepto, acaso, el de mantener sus opiniones en secreto, sin jamás descubrirlas, pues en el momento mismo en que una opinión que yo considero nociva sale de labios de uno cualquiera, invade todos los derechos sociales que la “Alianza” me atribuye." 

“Otro importante ejemplo de intervención ilegítima en la justa libertad del individuo, que no es una simple amenaza, sino que desde largo tiempo se ha llevado triunfalmente a efecto, es la legislación sabatariana. Sin duda, abstenerse un día a la semana de la ocupación usual diaria en la medida que las exigencias de la vida lo permitan, es una costumbre saludable, aunque para nadie constituyera una obligación religiosa excepto para los judíos.” 

“Aunque el pensamiento que se manifiesta en los repetidos intentos de suspender la circulación ferroviaria en domingo, en la resistencia a abrir los museos o en cosas análogas, no tiene la crueldad de las antiguas persecuciones, muestra el mismo estado de espíritu. Es una determinación a no permitir que los demás hagan lo que su propia religión les permite, porque no lo permite la religión del perseguidor. Es la creencia de que Dios no sólo abomina del acto del infiel, sino que a  nosotros mismos no nos considerará inocentes si le dejamos tranquilo.” 

“Un escritor reciente, de mérito considerable en algunos respectos, propone (usando sus propias palabras), no una cruzada, sino una civilizada contra esta comunidad polígama para poner fin a lo que él considera un paso de retroceso en la civilización. Esto también me lo parece a mí; pero no estoy seguro de que ninguna comunidad tenga derecho a forzar a otra a ser civilizada. En tanto que las víctimas de la ley mala no invoquen la asistencia de otras comunidades, no puedo admitir que personas enteramente sin relación con ellas, deban intervenir y requerir que cese y termine un estado de cosas con el cual parecen satisfechos todos los que están directamente interesados en él, porque constituya un escándalo para personas extrañas que viven a miles de millas de distancia. Envíense misioneros, si se quiere, para que prediquen contra él, y utilícense todos los medios legítimos (entre los que no figura el de imponer silencio a los propagandistas), a fin de oponerse al progreso de semejantes doctrinas entre su propio pueblo."    

Filmosofía

Filmosofía

Selección de textos sobre Cine y Filosofía

1.    Es un hecho que la Filosofía se ha desarrollado, a lo largo de su historia, en forma literaria y no, por ejemplo, a través de imágenes. Se podría considerar a la Filosofía, entre otras cosas, como un género literario, como una forma de la escritura. Así, las ideas filosóficas han sido naturalmente, y sin mayor autorreflexión expresadas literariamente. Pero, ¿quién dice que esto deba ser así? ¿Existe algún vínculo interno y necesario entre la escritura y la problematización filosófica del mundo? ¿Por qué las imágenes no introducirían problematizaciones filosóficas, tan contundentes, o más aún, que las vehiculizadas por la escritura? No parece haber nada en la naturaleza del indagar filosófico que lo condene inexorablemente al médium de la escritura articulada. Podríamos imaginar, en un mundo posible, una cultura filosófica íntegramente desarrollada a través de fotografías o de danzas, por ejemplo. En esa cultura posible, tal vez las formas escritas de expresión fuesen consideradas como meramente estéticas o como medios de diversión. 

Puede asustar, a primera vista, hablar del Cine como de una forma de pensamiento, así como asustó a los lectores de Heidegger enterarse de que “la Poesía piensa”. Pero lo que es esencial a la Filosofía es el cuestionamiento radical y el carácter hiperabarcante de sus consideraciones. Esto no es incompatible, ab initio, con una presentación “imaginante” (a través de imágenes) de cuestiones, y sería un prejuicio pensar que hay una incompatibilidad. Si la hay, habrá que presentar argumentos, pues no se trata de una cuestión obvia. 

Tal vez el Cine nos presente un lenguaje más apropiado que el lenguaje escrito para mejor expresar las intuiciones que los mencionados filósofos (Schopenhauer, Kierkegaard, Heidegger) han tenido acerca de los límites de una racionalidad solamente lógica, y acerca de la aprehensión de ciertos aspectos del mundo que no parecen captarse a través de una total exclusión del elemento afectivo.” 

Julio Cabrera, Cine: 100 años de filosofía.  

2.    “Dentro de la filosofía existe un grado de prejuicio contra la imagen visual. Los filósofos han descrito a menudo la utilización de imágenes visuales como algo indicativo de una forma de pensamiento más primitiva o infantil, apartada del austero mundo de la comprensión conceptual, apropiada únicamente para quienes no tienen acceso a otros medios de expresión más sofisticados. Básicamente, se piensa que las imágenes son concretas y particulares, mientras que la filosofía se interesa por lo abstracto y universal. Este es un prejuicio que discutiblemente existe desde hace mucho tiempo en filosofía (…) 

En cuanto a las películas, hay al menos cuatro modos en los que las películas se relacionan con los temas filosóficos, resultándome así útiles para mis propósitos. En primer lugar, las películas pueden tener, como tema, a ciertos filósofos en particular y su obra, por ejemplo la trilogía de Roberto Rossellini Sócrates (Socrate, 1970), Blaise Pascal (1971) y Agustín de Hipona (Agostino d’Ippona, 1975), y Wittgenstein (1993) de Derek Jarman. Segundo, las películas pueden realizarse a partir de obras literarias que estaban filosóficamente inspiradas, por ejemplo El extranjero (Lo stranjero, Sergio Gobbi y Luchino Visconti, 1967), basada en el libro de Albert Camus, y El nombre de la rosa (Le nom de la rose, Jean-Jacques Annaud, 1986), basada en la novela de Umberto Eco. Tercero, las películas pueden hacer uso de modo explícito y autoconsciente o invocar ideas y posturas filosóficas, como por ejemplo Dark Star (John Carpenter, 1972), La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, Woody Allen, 1975) y muchas películas de Monty Python incluyendo especialmente El sentido de la vida. Finalmente, las películas pueden presentar escenarios que, aunque no hagan uso necesariamente explícito de ideas y temas filosóficos, pueden ser utilizados para investigar y discutir cuestiones filosóficas. Un típico ejemplo sería Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, Sydney Lumet, 1957).” 

Christopher Falzon, La filosofía va al cine.  

3.    “Los largometrajes que le convido a contemplar están vistos con la “deformación profesional” de quien ha dedicado una buena cantidad de años a estudiar filosofía; y una y otra vez le iré señalando –acaso con innecesario apremio- : “Fíjese en este detalle, no deje pasar este otro y, sobre todo, por nada del mundo permita que su atención se distraiga de esta escena, en que se trasluce un cierto problema filosófico con un brillo especial”. Aunque me dedico a esto machaconamente, espero que no me considere tan filisteo como para evaluar una película por la cantidad de “mensaje filosófico” que lleve a sus espaldas. Estoy persuadido de que ese mensaje filosófico, cuando existe, casi siempre está ahí de forma involuntaria; y de que, por otro lado, su presencia en nada aumenta (ni tampoco disminuye, claro) la prestancia estética de esa película. Si sucede que la casi totalidad de las cintas que comento son también obras maestras, ello obedece a la circunstancia anodina de que me gusta el gran cine y recuerdo mejor sus más altas cúspides, con independencia de que lleven consigo algo que un filofilósofo (alguien separado por dos amorosos peldaños de la sabiduría) pueda echarse a la boca.” 

Juan Antonio Rivera, Lo que Sócrates diría a Woody Allen.  

4.    “Mira lo que dice Maurice Merleau-Ponty: “El cine no nos da, como la novela ha hecho durante largo tiempo, los pensamientos del hombre, nos da su conducta o su comportamiento, nos ofrece directamente esta manera especial de estar en el mundo, de tratar las cosas y a los demás, que es para nosotros visible en las gentes, la mirada, la mímica, y que define con evidencia a todas las personas que conocemos. Si el cine quiere mostrarnos un personaje que tiene vértigo, sentimos mucho mejor el vértigo viéndolo desde el exterior, contemplando este cuerpo desequilibrado que se retuerce sobre una roca. Para el cine, como para la psicología moderna, el vértigo, el placer, el dolor, el amor, el odio, son conductas”. (…) 

Aquellos que van al cine a menudo deberían preguntarse los motivos y descubrirían respuestas útiles para ellos mismos. Es posible que aduzcan: “Porque me gusta”. De acuerdo. Pero detrás de toda elección hay oscuras razones.

El cine muestra y cuenta para ello con elementos de refuerzo. Pone el pensamiento en movimiento, el acontecimiento en acción, busca la profundidad espacial y temporal de un universo dado, narra a través de los elementos que constituyen su propio lenguaje. Una buena película aporta alguna luz sobre la complejidad del ser humano y conecta con las ilusiones y también con los problemas del espectador.

La imagen posee una fuerza indiscutible. Piensa en la belleza de las imágenes de El Sur, de Víctor Erice, en los planos generales de Memorias de África o de El paciente inglés, los paisajes sosegados de El cielo protector o la plasticidad de las películas de Julio Medem.Siempre habrá “un mensaje” en una película, aunque no presente un argumento explícito como pasa con Hiroshima, mon amour.

El cine te permite mirar la vida de los otros e inventar. La metáfora del espectador podría ser el protagonista de La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock, que vigila la fachada de enfrente y lo que él ve proporciona pistas de la acción del espectador.” 

Silvia Adela Kohan, Biblioterapia y cineterapia.  

5.    “Tomando como punto de partida su primer film, Crisis, realizado en 1945, podemos darnos cuenta de que desde un principio el objeto de su reflexión lo constituye el hombre, pero no el hombre en su esencia, no en un sentido abstracto, sino el existir del individuo. Su postura respecto al hombre será radicalmente nominalista hasta 1956 con El séptimo sello. No existe el bípedo implume de la leyenda, ni el hombre, lobo para el hombre, de Hobbes; sólo existe el hombre concreto, de carne y hueso. 

Este ser humano es el principal objeto de la filosofía bergmaniana, convirtiendo su pensamiento en una reflexión a la que no le corresponderá una estructura científica –conceptos universales, leyes universales, organización sistemática, materialización de datos-, sino que, como sucede con la poesía, estará originada por un sentimiento que obliga a la reflexión y que encuentra en la creación cinematográfica su modo de expresión: “El film nada tiene que ver con la literatura; el carácter y la sustancia de estas dos formas de arte se hallan generalmente en conflicto. Probablemente esto tiene alguna relación con el proceso receptivo de la mente. La palabra escrita se lee y asimila por un acto consciente de la voluntad en unión con el intelecto; poco a poco afecta a la imaginación y las emociones. Con una película el proceso es distinto. Cuando sentimos un film, nos preparamos conscientemente para la ilusión. Poniendo a un lado la voluntad y el intelecto, le abrimos paso a nuestra imaginación. La secuencia de tomas actúa directamente sobre nuestros sentimientos” (en palabras del propio Bergman). 

Por medio de la indagación en el problema del hombre y de la mujer llegaremos a desvelar el punto de vista desde el que aborda dicho problema; un punto de vista que será fundamentalmente el de la filosofía existencial, aunque sin olvidar los diferentes aspectos históricos, éticos y, sobre todo, metafísicos que, penetrando más allá de esta corriente filosófica y enlazando estéticamente con la tradición del romanticismo tardío escandinavo, aparecen de forma explícita en algunos de sus films. Las reflexiones y las intuiciones personales de Bergman sirven de pauta y sugieren al espectador planteamientos semejantes a los del propio autor. 

Comienza tratando una cuestión que suele preocuparle bastante y que expone en su primera etapa por medio de la metáfora del cruce de caminos, la toma de decisiones a la que se ve abocado todo ser humano en un momento importante de su vida. Hay elecciones que marcan de manera indeleble el devenir: el entorno físico, familiar y social serán, junto al propio individuo y al antagonista –el otro-, los elementos básicos de toda decisión humana y, consecuentemente, en el propio drama existencial. A través de su obra replantea la validez de las soluciones propuestas por los grandes sistemas filosóficos europeos y se entrega con acuciante sentido de urgencia a buscar la respuesta a la pregunta ¿qué es el hombre?". 

Jordi Puigdomènech, Ingmar Bergman. El último existencialista.  

6.    “Este es el proyecto didáctico que se propone acerca de la trilogía Matrix. Al finalizar el trabajo con este material, el alumnado conocerá con precisión en qué consisten el problema de lo real y el problema de la libertad. Además, habrá tomado contacto con las teorías filosóficas de Platón, René Descartes, Hilary Putnam, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. A todo ello hay que añadir las múltiples referencias culturales que recogen las películas. 

Del mismo modo, el alumnado habrá desarrollado sus capacidades comunicativas, de argumentación, de escucha activa y de diálogo. En último lugar, habrá reflexionado sobre el cine, concibiéndolo no sólo como un medio de entretenimiento, sino también como un producto cultural y artístico. 

Ahora bien, se debe señalar que la trilogía Matrix puede ser tematizada desde otros filósofos. En esta línea, Slavoj Zizek, uno de los autores del libro The Matrix and Philosophy señala que The Matrix es un test filosófico como las manchas de tinta de Rorscharch. Los filósofos ven su filosofía preferida en ella: existencialismo, marxismo, feminismo, budismo, nihilismo, postmodernismo, etc. Di cuál es tu “ismo” filosófico y podrás encontrarlo en la película. Pero no nos engañemos, la trilogía sí que pone sobre la mesa unos problemas filosóficos determinados; otra cosa son los autores desde los que se vayan a estudiar.

En este material se propone un enfoque, pero se pueden adoptar otros. De todos modos, la diversidad de opiniones es lo que aporta riqueza a esta propuesta. Cada persona debe perfilar su postura ante las diferentes cuestiones, pensar por sí misma y contrastar sus teorías con las del resto de participantes. Este material tan sólo procura ofrecer una puerta por la que se pueda entrar en el universo Matrix. Pero son ustedes quienes deben atravesarla…” 

Concepción Pérez García, Matrix. Filosofía y cine.  

7.    “El filòsof de la ciència Paul Feyerabend publicà, a Fem més cinema, un assaig el sol títol del qual és una veritable declaració de principis: “La discussió filosòfica ha estat criticada per ser massa abstracta, i hom li ha demanat que l’anàlisi de conceptes, tals com raó, pensament, coneixement, etc., s’ajusti a exemples concrets. Ara bé, els exemples concrets són circumstàncies que orienten l’aplicació d’un terme i proporcionen contingut al corresponent concepte. El cinema –conclou Feyerabend- no sols proporciona tals circumstàncies, també les disposa de tal forma que inhibeix l’avançament fàcil de les abstraccions i ens obliga a reconsiderar les connexions conceptuals més comunes.” 

La virtualitat educativa del cinema en el tractament de problemes filosòfics resideix en el caire textual d’una pel·lícula. El primer que cal preguntar-se a l’hora d’analitzar-ne filosòficament una és si el que hi trobem és allò que el text fílmic diu en virtut de la seva coherència textual o allò que l’espectador és capaç de veure-hi en virtut del seu propi sistema d’expectatives.” 

VVAA. (Grup Embolic), Cinema i filosofia.    

Jenófanes de Colofón (570-475 a.C.)

Jenófanes de Colofón (570-475 a.C.)

Crítica a la visión antropomórfica de los dioses 

Chatos, negros: así ven los etíopes a sus dioses.
De ojos azules y rubios: así ven a sus dioses los tracios.
Pero si los bueyes y los caballos y leones tuvieran manos,
manos como las personas, para dibujar, para pintar, para crear una obra de arte,
entonces los caballos pintarían a los dioses semejantes a los caballos, los bueyes
semejantes a bueyes, y a partir de sus figuras crearían
las formas de los cuerpos divinos según su propia imagen: cada uno según la suya.

Solamente un dios es el supremo, único entre dioses y hombres,
ni en figura ni en pensamiento semejante a los mortales.
Permanece siempre en el mismo lugar, sin movimiento,
y no le conviene emigrar de un lado a otro.
Sin esfuerzo hace vibrar al Todo, sólo por medio de su saber y querer.
Todo él es ver, todo pensar y planear y todo él es escuchar.

Eric-Emmanuel Schmitt

Eric-Emmanuel Schmitt

Del Pròleg de la seva obra teatral El visitant

"Déu és possible? Si és possible, està obligatòriament amagat. Si es manifestés com a Déu, no seria Déu, sinó el rei del món, i l'home ja no seria lliure de creure, sinó constret a creure. Si s'amagués totalment dels homes, ningú no en parlaria, no tindria nom ni concepte. Perquè Déu es manifesta sota una forma ambigua, és present i absent a la vegada: és objecte de debat per a l'intel·lecte, és objecte de fe per al cor. Si és de debò, com ens diuen, bo i respectuós amb els homes, no pot obligar-nos a creure, s'escuda en una posició intermèdia, s'ofereix com una cosa "possible", que es presenta a la llibertat de l'home. Així doncs, cada espectador, a les escales que agafarà quan surti del teatre, decidirà en la seva ànima i en la seva consciència qui és el visitant."

La problemática de la subjetividad

La problemática de la subjetividad

Sesión inaugural del Máster de Práctica Filosófica y Gestión Social de la UB.

El objeto de la Práctica Filosófica: persona, yo, sujeto, subjetividad. (Miguel Morey)

(Síntesis a cargo de Joan Méndez)  

En esta sesión inaugural del Master trataremos de abordar cuál es el objeto de estudio de la Práctica Filosófica. Desde Descartes y el nacimiento de la filosofía moderna, ha venido siendo frecuente interpretar en cierto modo la historia de la filosofía en términos de progreso y superación. Así, a lo largo de los siglos se habría ido pasando de una metafísica de corte objetivista y un tanto ingenua, no exenta de cierto dogmatismo, a una filosofía centrada en el sujeto que situaba a la epistemología en el lugar más fundamental, para finalmente cobrar consciencia de la dimensión inextricablemente lingüística del pensamiento. El desarrollo de la filosofía del lenguaje, ya sea desde las vertientes analítica, pragmática, hermenéutica, estructuralista, etc. no hacen sino mostrar la fecundidad que en el siglo XX viene teniendo este enfoque. 

No obstante, debemos tener cautela con estas lecturas de la historia, pues a menudo no hacen otra cosa que legitimar el discurso presente a través de una cierta deformación del pasado que permite que las piezas encajen, sospechosamente, demasiado bien. Al igual que al hablar del origen de la filosofía en términos de paso del mito al logos, se suele caer en un simplismo inaceptable, cabe revisar si en este caso no estamos ante algo parecido. A fin de cuentas, como nos recuerda el filósofo italiano Giorgio Colli en Filosofía de la expresión (1969), siempre que hablamos de algo, hablamos de un objeto. Por tanto, cuando el hombre trata de aprehenderse a sí mismo, éste se constituye necesariamente en su propio objeto de conocimiento, de manera que lo realmente ingenuo quizás sería el planteamiento moderno, que cree que el hombre puede conocerse a sí mismo directamente como sujeto. Según Colli,  inevitablemente cuando hablamos del sujeto lo estemos objetivando. 

La antropología filosófica, disciplina que académicamente ha entrado en cierto descrédito, a pesar de que, paradójicamente, aumentan cada día más las publicaciones y el interés del público en general en las cuestiones relacionadas con la misma, tiene como objeto de estudio “el conocimiento del hombre”. Ahora bien, se nos plantea de entrada una dificultad derivada del carácter polisémico de la expresión: ¿cuál es el sentido de ese “del hombre”? ¿Se refiere a aquellas cosas que sabemos sobre el hombre, o más bien hace referencia a la manera de ser de aquello que el hombre conoce? ¿Hablamos del hombre como objeto o como sujeto?  

¿Qué conocimiento tiene el hombre de sí mismo? La apuesta de las ciencias humanas es la de la objetividad. Se trata en ellas de imitar el modelo de las ciencias naturales, y por ello el hombre se contempla desde la pretensión de reducirlo a objeto de conocimiento. Sin embargo, lo que va a caracterizar la indagación filosófica es el intento de mantenerlo en su carácter de sujeto, recordando una y otra vez que la simplificación reduccionista del mismo que caracteriza el enfoque científico no agota todas las dimensiones que nos constituyen, y por tanto, no deberían presumir que sus resultados nos dicen lo que es realmente el hombre, dado que su objeto de estudio nunca ha sido ni podrá ser el hombre como tal, sino el hombre en tanto tal o cual aspecto, es decir, una falsificación (necesaria para adaptarse al método científico, pero falsificación al fin y al cabo). No atender suficientemente a este aspecto ha provocado a menudo el caer en los excesos de pretender explicar totalmente al hombre, magnificando la importancia de algún tal o cual aspecto particular: creer que se puede explicar completamente al hombre reduciéndolo a sus condiciones socioeconómicas, o sus pulsiones naturales, o su código genético, su ambiente cultural, etc. 

Atendamos al punto de vista que nos ofrece Michel Foucault en Las palabras y las cosas (1966), que lleva por subtítulo “Una arqueología de las ciencias humanas”. Foucault llama nuestra atención sobre el hecho de que las ciencias del hombre no existían antes del siglo XIX. No nacieron hasta que se decidió que el mismo hombre podía convertirse en objeto del campo del saber. Las nuevas normas propias de la sociedad industrial fueron condición de posibilidad de esta objetivación del hombre. Como dice polémicamente: “El hombre es un invento reciente”. Naturalmente, este “el hombre” se refiere aquí a su condición de objeto de conocimiento teórico. 

Para Foucault, ese objeto que estudian las ciencias humanas no preexistía antes del nacimiento del discurso propio de la sociedad industrial. Igual que la sexualidad no preexistía al discurso que la nombra (antes se hablaba de “lujuria”, ahora hablamos de “sexualidad”, y ambos términos queda claro que no son homologables). La sexualidad nace como concepto modernamente y a partir de un umbral político. Análogamente, cuando los empiristas británicos de los siglos XVII o XVIII hablaban acerca de la naturaleza humana, tampoco se estaban refiriendo al mismo objeto de estudio que las ciencias humanas cuando nos hablan del hombre. El interés actual por el hombre como objeto de estudio es según Foucault no sólo un invento reciente, sino también un invento caduco. Unas condiciones determinadas crearon la tensión cognoscitiva que creó su propio objeto de estudio, y cuando varíen esas condiciones dicha tensión presumiblemente desaparecerá. 

El enfoque foucaultiano abre una duda razonable acerca de si los temas que preocupaban a los antiguos son los mismos que nos acechan ahora, sólo que nosotros supuestamente nos los planteamos mejor o de manera más esclarecida. Tenga o no razón, la cuestión tiene interés por sí misma. Analiza las condiciones de posibilidad que trajeron el problema del hombre al eje de la reflexión científica, a un lugar estratégico. Los discursos evolucionaron y nos trajeron preguntas nuevas. Este apuntar hacia nuevas preguntas que reinterpretan las anteriores ya lo encontramos en el viejo Kant, cuando señala que las tres preguntas fundamentales de la filosofía, a saber: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer? y ¿qué me está permitido esperar?, se pueden resumir en la pregunta por excelencia: ¿qué es el hombre? 

Cada época se ha caracterizado por generar sus propias preguntas, y un peligro constante radica en leerlas ahora desde nuestras categorías actuales, para presentarlas a continuación como prueba manifiesta de lo ignorantes que eran entonces y aplaudir nuestro actual nivel de conocimientos. Con esto no hacemos otra cosa que legitimar nuestro discurso presente, sin darnos cuenta de que la presunta ingenuidad que adivinamos en las respuestas anteriores deriva a menudo de que sus preguntas han sido reinterpretadas por nosotros a través de un lenguaje que las desvirtúa y las fuerza en su significado para dejarse atrapar por nuestros conceptos de hoy. Sólo así se pueden sostener afirmaciones del tipo: “Las brujas del siglo XV eran unas pobres histéricas.” 

Insiste Foucault en que la medicalización de la locura es un invento reciente. La enfermedad, el hombre, la sexualidad, serán las temáticas que el pensador francés vaya señalando con su filosofía de la sospecha. El discurso en torno a todo ello surgió porque previamente hubo la gestación de una voluntad que apuntó en esa dirección. La medicalización de la locura nació antes de que se supiera si ésta funcionaba. 

La distancia hacia nuestro propio presente a la que nos conduce la perspectiva foucaultiana nos previene del engreimiento, haciéndonos ver de qué modo obedece al paso de una sociedad rural a una urbana, que necesita conocer al hombre para controlarlo. En Vigilar y castigar (1975) analizará los sistemas de control, advirtiendo un hecho singular: el hospital, el manicomio, el servicio militar, la escuela, la cárcel y la fábrica nacen casi simultáneamente. Lo político institucional se revela como algo más que una mera supraestructura del sistema económico. Todas estas instituciones poseerán reglamentos casi idénticos y parte de la misma lógica reguladora de la gestión del espacio y el tiempo. 

Será el estudio de la anormalidad en esta sociedad industrial naciente como el sistema irá estableciendo a la par qué es “lo normal”. En 1675, en París se decidirá el encierro masivo de todos los que no trabajan. Se encerró al 10% de la población, otorgando así a todos el siguiente mensaje: “Si no trabajas, permanecerás encerrado toda la vida.” La reacción ante esta amenaza permitió normalizar el trabajo obligatorio, pero hubo un colectivo que no reaccionó ante dicha amenaza: los locos. El mensaje constituirá un criterio para una taxonomía sobre la población: los que reaccionan ante el mismo y los que no, y después más finamente, los que reaccionan pero sólo bajo ciertas condiciones, condiciones que habrá que estudiar. Nace así el concepto de enfermedad mental. Nace ahí un saber que permite ejercer mejor el poder. 

Con el desarrollo de las ciencias humanas, parece indudable que hoy somos capaces de objetivar mejor al hombre que hace cien años. Ha habido un progreso: sabemos mejor qué es el hombre, como objeto, que antes, pero cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿Se conocen mejor los hombres a sí mismos que hace cien años? La respuesta no es inmediata, e incluso nos puede sumir en cierta perplejidad. ¿Qué deberíamos saber para responder esta pregunta? Esta cuestión no se puede resolver, obviamente, hablando de cromosomas o circuitos neuronales… 

El re-conocimiento que tiene el hombre de sí mismo no va paralelo al desarrollo de las ciencias humanas. No hay ciencia que pueda hacerse cargo de este campo, si no es pulverizándolo. Es aquí propiamente la filosofía la que tiene que hablar, haciéndose eco del principio délfico “Conócete a ti mismo”, que Platón en el Alcibíades clarifica como “Cuídate a ti mismo”, “Ten cuidado de ti mismo”, autocuidado que parte del autoconocimiento, sin que pretenda convertir al hombre en objeto de conocimiento, ni dando a entender que somos algo ya acabado de antemano.  

¿Con qué esquemas o herramientas puede alguien iniciar esa indagación de conocerse uno a sí mismo? Desde 1980 en adelante, Foucault (1926-1984) se preocupará por esta cuestión, como se podrá ver en Tecnologías del yo. Se plantea la cuestión del trabajo de uno sobre sí mismo para transformarse (toda vida supone un proceso de transformación: ¿vas a delegar en las instituciones tu propia transformación, o te vas a cuidar de ti mismo en esa transformación, qué vas a hacer de ti mismo (proceso de autotransformación)?).  

Se trata de gobernarse a sí mismo. Y el sí mismo nunca es un objeto dado de una vez por todas, no es el objeto de estudio de la psicología. Las ciencias humanas no están hechas para emancipar al hombre. Pero tampoco se trata de lanzarse a una espiritualidad orientalizante prefabricada “new age”. Lo que está en juego es algo profundamente esencial: la misma libertad del hombre. 

Antes se nos pedía ser héroes, o mártires, santos, caballeros andantes… Hoy se nos pide “ser normales”. Lo normal se eleva a normativo. Y nos sentimos liberados de la angustia cuando se nos hace saber que “somos normales”. El ideal a alcanzar es ser normales, y quien nos dice si hemos alcanzado o no esa condición es el “experto”. El gran miedo es no ser normal, y siempre es otro el que me dirá si lo soy o no. 

¿Por qué esta supraestructura y no otra? El análisis del poder revela que la explotación del hombre por el hombre no es una cuestión marginal, no da igual el que dicha explotación se dé de una forma o de otra. Las relaciones de poder responden a unas motivaciones y una lógica que va más allá del puro factor económico. Y hoy en día esas relaciones de poder se muestran además sin ningún tipo de pudor. El poder ya no tiene que enmascararse: ya no engaña, pero su desvergüenza lo hace más intolerable si cabe.  

Aplícate a conducir tu propia existencia ya era un lema kantiano en ¿Qué es Ilustración? (1784). Su Sapere aude, atrévete a pensar, atrévete a valerte de tu propio entendimiento resuena por toda la obra. Pereza y cobardía son los enemigos que tienden a mantener al hombre en la minoría de edad. Y ojo, porque los libros y la ciencia no deben anular mi propio discernimiento. Kant nos avisa de que el recurso a la autoridad, ni que sea filosófica o científica, nos debe eximir de nuestra responsabilidad de pensar por nosotros mismos. Idéntica reflexión encontramos en el vitalista Nietzsche, quien en La gaia ciencia insiste en que debemos examinar mediante la razón las “enseñanzas” de los clérigos. Hemos de ser a la vez experimentador  y cobaya de nuestra propia vida.  

¿Qué es el hombre? ¿Hemos de adoptar más bien la explicación de la ciencia o la de la religión? ¿Evolucionismo versus Creacionismo? ¿Mono con suerte versus Imagen y Semejanza de Dios? Ambas son dos formas de minoría de edad, según defiende A. Gehlen en El Hombre. 

¿Quién es este “ti mismo”? Mente, cerebro, espíritu… Todos ellos están objetivados tendenciosamente. Quizás sólo le quepa un término: “Soledad”. Y ello es lo que nos hace próximos. Con soledad no nos referimos a solipsismo, ni ensimismamiento. La soledad es el espacio que nos aproxima porque nos abre a la compasión al reconocernos unos a otros en ella. 

Desde Descartes y sus Meditaciones metafísicas la meditación dejará de ser en Occidente el lugar de encuentro con ese “uno mismo”, al ir ganando terreno la objetivación del sujeto en el marco de la filosofía y de la ciencia.  Quizás haya sido la literatura, en la forma de novela y sobre todo la llamada novela de formación, donde vemos cómo el personaje principal del libro va transformándose interiormente a lo largo del relato, quien haya recogido a expensas de la filosofía la indagación acerca de las profundidades humanas y su contacto con la soledad y el desasimiento.  

La literatura crea una burbuja entre el mundo y el lector con su libro: espacio de silencio, soledad. Sin embargo, la cultura del libro puede llegar a quebrarse a causa del advenimiento de una nueva cultura, la cultura audiovisual de la postmodernidad, que aporta otra lógica relacional con la realidad. Si la lógica de la novela de formación es lineal, el personaje se va haciendo a lo largo del libro, ahora nos acercamos a una estructura fragmentaria, a una lógica de la dispersión. 

(El pensamiento no se puede poner en un libro. Nada de lo realmente importante se puede poner en un libro. El pensamiento siempre es algo vivo. El libro sólo puede aspirar a producir pensamiento. ¿Qué clase de pensamiento inspirará el paso de una cultura de la palabra por una cultura de la imagen?)           

El alma gravitatoria

El alma gravitatoria

Hace unos años recuerdo haber leído un artículo del filósofo John Perry titulado “Identidad personal”. En él su autor nos invitaba a realizarnos la siguiente pregunta: ¿Qué tendría que hacer Dios para que una vez muera nuestro cuerpo nosotros podamos seguir existiendo, manteniendo nuestra identidad? Desde una perspectiva analítica dotada de cierta ironía socrática, Perry iba presentando distintas posibles respuestas, para acto seguido ir mostrando algunas de sus inconsistencias. Si Dios crea un ser en el cielo con un cuerpo exactamente como el mío y que tenga mis recuerdos, ¿ese ser sería yo mismo? Si libera mi alma de mi cuerpo, y eso me aleja de todas mis experiencias sensitivas actuales, ¿puede decirse que ese espíritu incorpóreo sea propiamente yo? ¿Por qué? ¿Porque posee mis recuerdos? ¿Quiere decir eso que podemos identificar el yo con la memoria? Pero entonces, ¿qué pasa con la gente que padece amnesia…? 

Me temo que cualquier abordaje de la problemática de la subjetividad nos conduce inevitablemente a reparar en la dificultad de conceptualizar adecuadamente el yo. Aparentemente no tendría por qué ser así, pues el término “yo” es absolutamente usual para cada uno de los hablantes. Todos construimos frases cada día en las que el sujeto somos nosotros mismos. Es algo tan natural que hasta a veces nos puede llevar a pedir disculpas (don Miguel de Unamuno lo hacía así: “Perdonen que hable tanto de mí mismo, pero soy lo que tengo más a mano.”). No obstante, como señala agudamente Luis Bredlow, una cosa es emplear el pronombre “yo”, y otra muy distinta enfrascarse en determinar aquello que se quiere decir cuando hablamos de “el yo”. Si el primero sirve meramente para aclarar quién es el sujeto de la acción, el segundo adquiere connotación semántica y ya no indéxica: nos señala aquello de que se habla. 

Este yo sustantivado, “el yo”, ha recibido históricamente diferentes denominaciones: mente, alma, espíritu, sujeto… Habitualmente tales conceptos se presentaban para demarcar la contraposición con nuestra condición corpórea. Se tenderá a pensar que alma y cuerpo son entidades distintas, siendo la primera la principal responsable del fenómeno de la vida, pues el espíritu se entenderá como el soplo o aliento vital que anima o da vida al cuerpo. Incluso los pensadores más materialistas de la antigüedad, como Demócrito o Epicuro, defenderán ese carácter distintivo al afirmar que los átomos del alma son diferentes de los del cuerpo y le otorgan el calor vital. Asimismo, el dualismo que triunfará a partir del orfismo y su influencia en la escuela pitagórica y el pensamiento platónico, se caracterizará por defender que cuerpo y alma poseen distinta naturaleza. Así, el primero será corruptible y mortal, mientras que el segundo será de condición divina e inmortal.    

Ya en los relatos homéricos existía cierto reconocimiento de que los muertos seguían habitando el mundo de los vivos en forma de espectros o sombras. Sin embargo, tales figuras espectrales, que en ocasiones podían ser vistas y reconocidas, no se asumía que mantuviesen la identidad del difunto, sino solamente su apariencia. Dicho de otra manera, el espectro no era ya la persona que antes había existido, sino un mera forma fantasmagórica, pues carecía de pensamiento y también, casi, de capacidad de sensación. De hecho, en Homero, el aliento vital que vigoriza al cuerpo no es todavía identificado con el yo. Dicha asociación aparecerá a partir de la creencia de que el difunto recibe premios y castigos tras la muerte, pues sólo tendría sentido el sufrimiento del alma del difunto si en ella habita la verdadera identidad del sujeto, si ella es lo que realmente somos. 

Cuando el pensamiento cristiano vaya progresivamente incorporando los esquemas de la filosofía neoplatónica, el puritanismo derivado de la visión del cuerpo como cárcel del alma irá estructurando toda una concepción antropológica, castigadora del cuerpo y sus pulsiones, que va a caracterizar el desarrollo de la moral social de Occidente. Se impondrá entonces una cultura de la represión ante un binomio que funciona según un esquema extremadamente simple: todo aquello asociado al alma cae del lado de lo positivo y bueno (racionalidad, pensamiento, inteligencia, sentimientos “puros” que se elevan a la búsqueda de la Verdad, el Bien y la Belleza espiritual), mientras que lo asociado al cuerpo se convierte en negativo y malo (irracionalidad, pasiones, emociones, instintos, sentimientos “impuros” dirigidos al mero goce físico). La pedagogía que se derivará de todo ello será, naturalmente, la del autocontrol y la renuncia.  

Sigmund Freud ya destacó en El malestar en la cultura (1930) la necesidad de asumir que cierta dosis de represión individual es inevitable para que pueda ser posible la vida en comunidad. No habría civilización si no existiera un superyó que limitara las exigencias del ello, si no existiera un “principio de realidad” que agraciara con el don de la oportunidad al impulsivo “principio del placer”. No obstante, el mismo autor nos alerta de los peligros de una sociedad que caiga en una petición excesiva de represión. Si se priva a los ciudadanos de sus impulsos más básicos, éstos pueden derivar hacia comportamientos neuróticos. Yo me atrevería a añadir que el enfoque freudiano se queda corto. También habría que añadir que, si se priva a los ciudadanos de sus anhelos espirituales más fundamentales, como puedan ser la necesidad de sentirse libre, de poder dotar de sentido a su existencia y de abrirse paso a la trascendencia, que no tiene por qué ser necesariamente religiosa, las consecuencias pueden ser igualmente nefastas para el ser humano.  

Por suerte el mundo en el que vivimos no practica una moral castigadora de los placeres corporales semejante a la Viena de Freud. Sin embargo, me temo que estamos ahora ante una sociedad que, volcada hacia un hedonismo inspirado en los “valores” de la novedad, la velocidad y la conversión de todas las cosas en objetos de consumo (incluidas las relaciones humanas, el arte y la cultura), está dando lugar a una moral castigadora del alma. Si antes lo que hacía daño era el exceso de represión que se exigía al cuerpo, ahora lo que nos está dificultando el poder ser felices es el sentimiento de vacío que nos provoca la conversión del mundo en un gigantesco supermercado. Por ello, se ha vuelto más urgente que nunca el dotarse de herramientas filosóficas que ayuden a situar la propia vida en las coordenadas de lo que los clásicos llamaban la nobleza de espíritu.

Critias

Critias

Acerca de la creencia en los dioses

“Entonces, como las leyes impedían que los hombres cometiesen acciones violentas en público, pero continuaban cometiéndolas en secreto, creo que un hombre sagaz y sutilmente introdujo en los hombres el miedo a los dioses, para que pudiera haber algo que asustara a los malvados aun cuando a escondidas actuasen, hablasen o pensasen alguna cosa. Por este motivo introdujo la concepción de la divinidad. Existe, decía, un espíritu que disfruta de una vida eterna, que oye y ve con su mente, que lo sabe todo y todo lo domina, poseedor de una naturaleza divina. Él oirá todo lo que se hable entre los hombres y podrá ver todo lo que se haga. Aunque estés tramando algo malo en silencio, ello no estará escondido para los dioses, tan inteligentes son.”

Critias